La noche del cola larga (Anecdocuento)
Ahí está otra vez, no me ha dejado dormir tranquilo desde hace varias noches.
Se trata de un intruso cuya ficha técnica lo señala como especie no amenazada, al contrario, la que está amenazada es la estabilidad de mi sistema nervioso porque cuando creo que ha satisfecho su infinita pasión por todo lo que sea posible roer, trato en vano de conciliar el sueño. Es un ratón.
Debo levantarme temprano, pues varias cosas pendientes discurren sin parar dentro de mi mente, pero si cuando vas a dormir entra en escena un condenado roedor para hacerte socio de su insomnio, entonces ya la situación alcanza otros niveles.
Usualmente utilizamos el apelativo de “ratón”, para indicar que el destinatario es un tipo mala gente, malintencionado o irreverente, sin embargo esa comparación se queda corta cuando se trata de un auténtico mus domesticus, de esos que tienen la cola larga.
Es preferible caer en los anillos de Saturno que pasar noches en vela escuchando la faena de estos individuos sin saber siquiera de donde proviene el tormento, así que cuando eso sucede nos invade el impulso de establecer su localización para transferirlos al más allá, pero el cansancio acumulado apenas nos permite decir una plegaria para poder dormir e ignorar el ruido de la indeseable compañía.
Pasaron tres noches sin escucharlo, ¿se habrá mudado; cambió de suburbio? –me pregunté esperanzado-; mis suplicas fueron escuchadas –pensé agradecido-, pero cuando casi quedaba convencido del cese definitivo del enloquecedor ruido, éste se dejó escuchar de nuevo haciendo que un intenso rubor se desprendiera sin frenos desde la coronilla hasta el último milímetro de piel que me forra las mejillas.
De pronto me sentí inmerso en un profundo trance de frustración pensando que había sido burlado y engañado, no por el roedor sino por mi propia ingenuidad.
En el acto reanudé la búsqueda de su guarida por cada rincón del cuarto, hasta que me fijé en un pequeño agujero que había en uno de los vértices inferiores internos de la puerta del closet, donde no era fácil advertir su existencia a menos que me agachara y mirara la cara interna de la superficie de madera, de hecho no es fácil determinar con precisión de dónde proviene el roer de los ratones, lo que hace pensar que estos animales tienen el don de la ventriloquia.
Impulsado por el deseo de acabar de una vez por todas con aquella situación, abandoné la idea de dormir esa noche y me dispuse a sacar la puerta decidido a zanjar deudas y sellar la madriguera, pero justo cuando estaba por colocarle un tapón provisional hasta que amaneciera, una cabeza de aspecto inconfundible asomó por el hueco.
Ambas exclamaciones salieron al unísono. Fueron dos coños, el mío en español perfecto, y el suyo en ratoñol puro, yo pegué un salto hacia atrás y él hacia delante, él tuvo la osadía de escalar por uno de mis brazos y yo le tiré un manotazo con toda la intención de reducirlo al silencio eterno, pero pasó en alta hacia el cuarto mientras yo me armaba con un palo de gancho de ropa que fue lo primero que encontré.
Por la velocidad que desarrollaba a través de la habitación, el bicho parecía estar abastecido con combustible para cohetes que lo impulsaba junto con la terrorífica certeza de que de otra manera ese podría ser su último día.
El arma con que inicié el ataque debió ser desechada a causa de fracturas múltiples a todo lo largo de su estructura vegetal, y reemplazada por un zapato marcado con el número cuarenta y dos.
El primer zapatazo que le tiré resultó mortífero, pero para mi dedo meñique que estrellé contra el filo de la cama con toda la furia con que quise darle al roedor, una dolorosa situación que redujo drásticamente su tiempo de vida que le restaba en el plano terrenal, como en efecto así fue decretado por un golpe que lo estrelló contra la pared dejándolo quieto, muy quieto, en franca ruta hacia donde moran las almas en tránsito.
No me resulta fácil describir mi posterior reacción, sobre todo cuando el cuerpecillo del roedor empezó a estremecerse con los estertores finales de su vida.
Lo miré y el también hizo lo mismo conmigo. De sus ojos brotaron dos lágrimas que resbalaron por sus bigotes, y expiró. Entonces me pregunté si él había sido muy ratón, o yo demasiado cola larga.
Del libro (inédito) Anecdocuentos y otras especies, del mismo autor.
viznel@hotmail.com
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