Opinión

La mano en el hombro, la mano en la herida

Las manos simbolizan, entre otras muchas cosas, nuestras acciones. De ello, estamos claros de cuanto hacemos con ellas, y gracias a ellas.
jueves, 21 abril 2022

¡Felices pascuas de resurrección!
El libro del Apocalipsis de San Juan abre con un testimonio solemne: desterrado en una isla por haber sido fiel a la predicación de la Palabra de Dios, el evangelista vio cómo Jesús Resucitado colocaba su mano derecha en su hombro, para confortarlo y darle la misión de poner por escrito cuanto sucede y sucederá. Él estaba muerto, pero ahora vive; es el primero y el último (“alfa” y “omega”).

Por su parte, el evangelio del mismo autor relata la aparición de Jesús a sus discípulos, estando ausente Tomás. Quienes recibieron la gracia del Resucitado, comentaron a Tomás la experiencia vivida. La reacción de éste la conocemos: “si no meto la mano en su costado, no lo creo”.

El tiempo pascual representa un momento para abrirnos a la esperanza que representa la vida, al hecho de que la muerte no fue el final para Jesús, así como tampoco lo es para nosotros. Por mucho que se empeñe en negarla, la vida termina imponiéndose sobre la realidad de muerte.

La paz a ustedes: el mejor regalo del Resucitado
Una de las formas que tienen los Evangelios de acercarnos a la Resurrección de Jesús es mediante sus apariciones a los discípulos. Éstas se dan en distintos momentos y circunstancias, del mismo modo que tienen elementos en común; por ejemplo, a pesar de haber dejado solo al Señor en su Pasión, los discípulos supieron mantenerse unidos, como un solo grupo. Un segundo aspecto que acomuna los relatos de las apariciones es el cambio del estado de ánimo y la realidad misma de los discípulos, quienes concientizan cómo el miedo cede el paso a la alegría y la misión renovada, gracias a la fuerza que infunde la presencia de Jesús Vivo.

Nos dice San Juan que los discípulos se hallaban “con las puertas cerradas” por miedo a las represalias; Jesús Resucitado irrumpe en medio de ellos, deseándoles la paz y mostrando las heridas de su Pasión. El Señor les dona su Espíritu y los envía nuevamente en misión. En esta ocasión, Tomás no se encontraba con el resto del grupo. Se entera de oídas de lo acaecido, pero no cree en el testimonio de sus amigos; él debe “ver” y “palpar” a Jesús, para adherir a la fe en la Resurrección.

Ocho días después, se repite la misma escena, con la salvedad de que Tomás ahora sí está presente. Jesús invita a Tomás a tocarlo, para que se dé cuenta que Él es el Crucificado, ahora Resucitado. El apóstol apodado “el Mellizo”, se rinde ante las evidencias, y profesa su fe: “Señor mío, y Dios mío”. A lo que el Señor Jesucristo responde: “felices quienes crean sin haber visto”.

Rescato un par de cuestiones: la primera, el miedo no impide que los apóstoles se junten (quizá éste sea el “cemento” que los une); la segunda, que el Resucitado se aparece a los suyos “semanalmente”. Traigo a colación estas ideas por algo que ya he compartido previamente. Es decir, la “insolvencia” moral no es un impedimento para encontrarnos con Dios: podemos tener o sentir miedo, pero ello no es un obstáculo para recibir la gracia de la presencia de Jesús. Presencia que, por lo visto, se concreta “semanalmente” en el encuentro alrededor de la mesa compartida, que es la Eucaristía.

La tercera cuestión es la paz, como don del Resucitado. La palabra aparece tres veces en un relato de doce versículos. Los medios de comunicación y las redes sociales nos han hecho “palpar” la irracional e injusta guerra en Ucrania. Lamentablemente, no es el único conflicto bélico; hay en el mundo otros seis menos visible. La diferencia entre éstos y la primera es que se trata de guerras internas, mientras que la última es una atroz invasión de un país. Ante semejante escenario, nos lleva a pedir al Resucitado el preciado don de la paz: que venza el miedo, y que prevalezca la vida sobre la muerte. Que la luz de su Resurrección irradie el mundo, disipe las tinieblas, aumentando la esperanza de que otro mundo es posible.

Nuestras manos
Las manos simbolizan, entre otras muchas cosas, nuestras acciones. De ello, estamos claros de cuanto hacemos con ellas, y gracias a ellas. Con las manos expresamos, generamos confianza: es la mano amiga colocada en el hombro, que anima y sostiene, que invita a asumir la tarea con la confianza de saberse acompañado en todo momento.

Las manos son el medio para vivir la experiencia de aproximarse al glorioso y martirizado Cuerpo de Cristo.

Es hundir las manos en el sufrimiento, en las heridas no cicatrizadas que llevamos en el propio cuerpo, en el de la Humanidad e incluso en el de Jesucristo. La experiencia de tocar con las manos las heridas causadas por el odio que lleva a la muerte, activa la adoración y la fe de Tomás en Jesús Resucitado. Jesús, que no teme el contacto, ofrece humildemente al discípulo incrédulo la posibilidad de hacer el camino que lo une a Él.

Finalmente, recordar una simple, pero profunda verdad: para “ver” hay que “creer”, y no al contrario. Es probable que muchos consideren que rezar por la paz sea pura ingenuidad. Si queremos ver la paz, tenemos que creer en ella. La fe impulsa a trabajar por aquello en que se cree, con la confianza que infunde el Espíritu del Resucitado.

Solemos decir con frecuencia que somos como Tomás, “ver para creer”. En cambio, nosotros somos aquellos de quienes Jesús dice: “felices quienes creyeron sin haber visto”.
Encendamos una luz en favor de la paz.

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