Opinión

La atrapada milagrosa (Anecdocuento)

Para completar los veinte bolívares de la apuesta del juego tuvimos que recurrir a la caridad de la tía de uno de nuestros jugadores, vecina del terreno donde se escenificó el encuentro y donde hoy se yergue el Central Madeirense.
lunes, 19 julio 2021

En las fantasías de mi infancia yo me veía encarnado en los personajes de las revistas de historietas que antaño se publicaban en nuestro país. Me refiero a Superman, Batman, Kalimán, Santo, el enmascarado de plata, y también en mis héroes de la radio como Martín Valiente, el ahijado de la muerte, cuyos enemigos eran los malhechores más tercos de la fauna delictiva mundial puesto que por más palo que llevaban jamás aceptaron que no podían con ese señor.

Mi admiración por aquellos personajes fantásticos era compartida con los jugadores de béisbol como Víctor Davalillo, César Tovar, Gonzalo Márquez, y otros que seguramente contribuían a reforzar mi afición beisbolera de aquel entonces. Muchas veces participé en caimaneras, tanto en la escuela primaria como en el Liceo Militar Eleazar López Contreras de Ciudad Bolívar, en cuyo campo nuestros dientes siempre estuvieron a merced de las piedras del terreno.

La verdad es que fui un bateador de bajo promedio y un fildeador modesto, motivo por el cual era relegado al banco en más oportunidades de las que yo hubiera querido. Cada vez recibía palmaditas de esperanza y fe de que en algún momento del juego me meterían a jugar, lo que realmente sucedía pero con resultados poco alentadores.

Hasta que ese día de mil novecientos setenta y siete, con dieciséis marzos de vida la providencia quiso regalarme mis quince minutos de fama en lo que se refiere al juego de pelota. Creo que fue un sábado pero también pudo haber sido domingo. Hace mucho tiempo para recordarlo. La caimanera había sido concertada el día anterior, con la diferencia de que en el equipo que nos tocaría enfrentar ese día había varios tipos con fama de ser unos auténticos verdugos, pero más podía la fiebre de jugar que lo oscuro que se nos presentaba el panorama ante aquellos energúmenos invencibles.

Para completar los veinte bolívares de la apuesta del juego tuvimos que recurrir a la caridad de la tía de uno de nuestros jugadores, vecina del terreno donde se escenificó el encuentro y donde hoy se yergue el Central Madeirense.

Como ya indiqué, mis habilidades de juego eran muy limitadas, por eso cuando me metían a jugar mi posición era de pelaqueche, como llamaban al que se coloca detrás del bateador para recoger la basura que el pitcher le pone a cada bateador, (el juego era lanzándola lento), posición relativamente de escasa responsabilidad en relación con las demás.

Sin embargo algo habría de ser diferente ese día. Debido a que el cuarto bate del equipo y jardinero derecho no pudo ir, alguien me propuso para ocupar su posición de campo y así fue. A falta de otro, de pelaqueche pusimos a un primo mío que iba para los juegos sólo para verse con la novia. No tuvo alternativa que aceptar y se le advirtió que debía ponerle al alma a su desempeño pues ese juego en especial debía ser ganado a como diera lugar. Más que los veinte bolívares, lo que estaba en juego ese día era el honor de defender nuestro patio contra unos forasteros con ínfulas de intocables.

El juego se pactó a siete entradas. Con una moneda sorteamos quien iba a ser Home Club. El capitán de mi equipo escogió cara, con tan mala suerte que esta quedo enterrada en la ardiente arena del terreno, tocándonos entonces abrir. Nuestro primer turno al bate fue un desastre.

El primer bateador, un zurdo que se creía el doble de Teolindo Acosta se ponchó con dos fouls y uno tirándole de tan patética manera que quedaría marcado para el resto del juego. Los otros dos: un rolling al pitcher, y un flaicito tan inofensivo que el campo corto ni se movió para cogerlo.

El primer bate de ellos, también zurdo como el nuestro sacudió una línea que se estrelló sin misericordia contra la espinilla del pitcher, que nos hizo pensar en la posibilidad de pedirle a un heladero que fresqueaba debajo de una mata de Merey para que lanzara mientras este se recuperaba. No hubo necesidad. El segundo bate, un gordo inmenso, macizo como un oso, luego de fallar el primero soltó también una línea que le pasó rozando la mejilla al pitcher que nada pudo hacer evitar que la pelota se internara en el jardín central.

Desde mi lejana posición en el jardín derecho advertí las gotas de sudor frío cubriendo su rostro. Pero como el béisbol es un juego donde el orgullo cuenta, se enfrentó al próximo bateador como si no hubiera pasado nada. Había hombres en tercera y primera, pues en la jugada anterior el center fielder de nosotros se durmió y el corredor se le metió hasta la antesala. El tercer bate era un pequeñín de poco más de metro y medio de estatura, flaco y pura fibra, que lo que hizo fue ponerle el bate para dejar caer la bola delante de mi, que aunque estaba jugando corto no la pude alcanzar, así fue como anotaron la primera carrera.

Ahora tenían hombres en primera y segunda, sin out y el rancho ardiendo pues venía el cuarto bate, que si bien no tenía un físico extravagante como los anteriores, su expresión era como la de un asesino en serie. Le hizo swing al primer lanzamiento y la pelota salió enyoyada hacia atrás haciendo lucir a nuestro pelaqueche que la atrapó tras una corta carrera. Un out. El segundo fue un roling a la tercera para forzar al corredor de segunda, y el tercero un elevado que el jardinero izquierdo atrapó con algunos problemas que le atribuyó al sol.

El juego transcurrió bajo misma tónica, ellos marcaron una carrera en cada uno de sus oportunidades al bate y nosotros ninguna. Nos embasábamos pero no lográbamos cuajar, hasta que en el sexto nos destapamos a batear y les hicimos seis carreras, o sea, se montó papá sobre mamá seis a cinco, de las cuales una fue impulsada por mí con el único imparable que conecte en todo el juego.

Ellos cerraron la entrada sin ninguna carrera, y así llegaron al cierre del último inning.

No lo comentábamos entre nosotros, pero después que hicimos las carreras en el sexto, ya cada uno había comenzado celebrar y a pensar en su propuesta sobre qué hacer con los cuarenta bolívares. Pero no iba a resultar tan fácil. El primer bateador dio hit por sobre la cabeza del campo corto, el segundo se ponchó provocando que su capitán le diera una patada a un bate de aluminio que estaba en el suelo, tan duro y con tanta rabia que este paso por encima de la cerca de la casa de la señora que nos había prestado para completar la apuesta, estrellándose finalmente contra el piso del porche con estruendo interminable.

El siguiente, que era el gordo dio un roling que le paso entre las piernas a la segunda base para dejar hombres en primera y segunda con un out. El segundo out salió por esa misma vía pero avanzaron los corredores a segunda y tercera. Ahora estábamos a un solo out de la victoria. La vida o la muerte se jugaban en ese turno, que le correspondió al cuarto bate.

Confieso que pese a lo comprometido de la situación, por un momento incurrí en un irresponsable descuido, prueba de ello es que cuando escuche el sonido del bate estrellándole con la pelota, me encontraba en plena faena de aseo de mis fosas nasales. Sólo me tomó una fracción de segundo desalojar mi dedo meñique de donde les dije y observar con ojos atónitos la esfera blanca que se dirigía hacia mi a gran velocidad y ganando altura.

En un segundo el corazón cogió sobre marcha y se encabritó con el cerebro dando órdenes urgentes a mis piernas para que se emplearan a fondo porque esa pelota tenía que atraparla en un nivel más avanzado que el obligatorio. Mis zapatos se enterraban en la arena suelta, los cachetes me subían y bajaban en una danza infinita, la gorra se me cayó, prácticamente estaba bañado; voltee por última vez a verificar mi posición con respecto a la trayectoria de la esférica, di un salto y tiré un guantazo a ciegas.

Con el mismo impulso perdí la vertical y la inercia me llevó trastabillando unos metros más adelante para terminar arrastrando el pecho sobre la ardiente arena. El forzoso aterrizaje llegó a su fin con el sol arriba quemándome la espalda y abajo el polvo caliente abrasándome los ojos. Abrí el guante y allí estaba ella, maltratada y sucia, pero segura en el nido acogedor de la malla de mi guante. Todo había terminado, le habíamos ganado a los invencibles.

Mientras me incorporaba lentamente escupiendo un poco de tierra y aun sin digerir la magnitud de la jugada, observé un tumulto ensordecedor y salvaje que corría hacia mí. Eran mis compañeros, quienes en un arranque de júbilo irracional me abrazaban y me daban golpes en la cabeza lanzándome por el aire como un muñeco de trapo.

Por supuesto fueron demasiado generosos conmigo, pues les juro que se trató de un auténtico milagro.

Del libro (Inédito) Anecdocuentos y otras especies, del mismo autor.

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