Hablar todos la misma lengua

El próximo domingo celebraremos la fiesta de Pentecostés. Han pasado cincuenta días desde que se viviera la Pascua, y nos preparamos para recibir nuevamente el regalo más grande de parte de Dios Padre: el Espíritu Santo. De ello dan cuenta las lecturas; me centraré en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles, dado que la narración del evangelio ha sido comentada durante la pascua.

Comprensión e incomprensión
El capítulo segundo de los Hechos resalta un elemento fundamental de la presencia del Espíritu Santo. Es decir, las personas no obstante su procedencia y lengua materna pueden entenderse. Los Discípulos reciben el Espíritu y se animan a predicar a Cristo, y la audiencia allí presente comprende la predicación a pesar de que provengan de distintos lugares. Se trata de la comunión a través de la comunicación. La palabra pronunciada es asimilada, porque se entiende el mensaje.

Este pasaje remite inmediatamente al de la torre de Babel, que aparece en el libro del Génesis. En ese episodio, los hombres construyen una edificación con la intención de alcanzar el cielo y asaltar la Casa Divina que es Dios: se sienten dioses, y pretenden “su espacio”. Confundidos por el Señor, los hombres fracasan en su intento. Son incapaces de comunicarse, de entenderse. No hay consenso entre ellos, y el edificio se viene a pique.

Cosa muy diferente ocurre con Pentecostés. La misma presencia divina que echó por tierra los planes de Babel, ahora opera de tal modo que las personas dialoguen entre sí. Tenemos acá un primer aprendizaje: en lugar de figurarnos al Espíritu en forma de paloma o de llamas de fuego, podemos “verlo” allí donde se opera el entendimiento entre los seres humanos, donde los impedimentos para la comprensión son superados.

Aislamiento y apertura
El otro elemento que aparece en la lectura de los Hechos de los Apóstoles, además de la “glosolalia” como don del Espíritu Santo, es el valor que lleva a los Apóstoles a pasar del miedo y la cerrazón, a la valentía y la apertura que los catapulta a predicar abiertamente a Jesucristo. El temor hace aguas ante la presencia del Espíritu Santo; fracturada la angustia que provoca las amenazas verdaderas o infundadas, los Apóstoles asumirán de modo definitivo la tarea que Jesús puso en sus manos.

Somos un poco como los Discípulos, o ellos como nosotros: nos hallamos encerrados, presa del miedo. El temor fundamental que probamos no lo provoca solamente el coronavirus, sino la suma de todas las pandemias que padecemos, incluido el coronavirus. Este “encarcelamiento” a que nos vemos sometidos, o que hemos escogido por cuenta propia, merma todas nuestras energías y corremos el riesgo de morir por inanición al no producir bienes sustanciales.

La venida del Espíritu Santo a nuestras vidas debería disipar todas las angustias, dándonos el coraje suficiente para salir a dar y recibir vida, recuperando nuestra vocación de discípulos del Señor. Procurar y promover algo de “orden” en medio de este descalabro es una de las tareas indiscutibles que debemos acometer.

El país político se ve nuevamente convulsionado por la aproximación de las agendas oficialistas y opositoras, con miras a recorrer caminos alternativos que pasan también por la dinámica electoral. Personalmente, echo de menos otros aspectos más urgentes presentes en la inmensa mayoría de la población venezolana y que rayan con la sobrevivencia.

Si el drama sufrido no está como prioridad, quienes pretendan sentarse a dialogar considerando únicamente el proceso electoral, probablemente podrían encontrarse en la misma situación de los constructores de Babel, cuando deberían propiciar hacer la experiencia de Pentecostés para beneficio del país. Como dice la canción: “hablemos el mismo idioma”.

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