Fatalio Nicotín (Anecdocuento)
La bóveda celeste atestada de estrellas parece no tener capacidad para un astro más dentro de constelaciones que aparentan menos de lo que son y asombran a quienes las reconocen y admiran.
Esa noche había una esplendorosa conjunción entre la emotividad de la Luna y la sensualidad venusina, además la posición de Mercurio y Urano propiciaban de tal manera la capacidad de comunicación humana, al punto de que la estrella del norte lucía encogida ante la excéntrica elocuencia de Fatalio Nicotín que fumaba recostado al espaldar de la cama de un motel, sosteniendo el humeante cigarrillo entre los dedos de una mano al tiempo que acariciaba sin emoción los pechos de su amante con los amarillentos dedos de la otra. Con la mente ocupada en sí mismo, de súbito recordó el acto judicial de divorcio al que no asistió el día anterior por ley del enclaustramiento amatorio que aún no terminaba de concluir.
Cuando la vida es un desastre, poco importa morir o continuar existiendo, y la suya estaba enterrada en el vientre del infierno, donde las tripas del diablo cuecen a fuego vivo las carnes de la humanidad y vaporizan a ritmo imperceptible el hielo de los polos.
Fatalio Nicotín es un tipo cuya vida se diluye en los extremos del frío invernal de la indiferencia y las brasas del vicio, todo enmarcado en un desorden colosal.
La vez que le dio el tiro al perro de su hermano fue precisamente para comprobar lo que se sentía matar a un ser vivo; el pobre animal presintió que se lo iba a dar, de modo que el instinto lo puso en modo de supervivencia y salió corriendo como lo haría cualquiera ante un ataque similar, pero arrancó muy tarde.
A pesar de haber sido bandeado por el proyectil, alcanzó llegar al fondo del patio donde su alma canina emigró de la cápsula de órganos, tras un largo gemido teñido con el color del vino tinto.
A las 3 de esa madrugada los astros correspondientes a la carta astral de Fatalio se alinearon con el agujero más negro del universo, y los instintos plutonianos terminaron de desestabilizar los minúsculos principios morales que Júpiter mantenía adheridos a la babilla de conciencia que aún le quedaba, provocando una deserción en masa a través de todos los intersticios de su mente, así que con el ego solar pegándole de frente, la soberbia alcanzó el cenit y salió de la habitación a medio vestir dejando a su acompañante totalmente sola y asustada.
Salió del motel como si estuviera cabalgando sobre el caballo de Satanás, arrancó con furia descontrolada, desbarató un aviso que había en la entrada y se alejó a todo motor. Segundos después, cuando el encargado del establecimiento apenas empezaba a recoger lo que había quedado del aviso, escuchó una explosión como de una bomba atómica en miniatura que hubiese estallado a poca distancia de ahí.
El alma de Fatalio Nicotín — al contrario de la del perro, que se fue directo al gas cósmico— entró en estado de flotación a unos metros por encima del lugar, desde donde vio a los curiosos persignándose ante su cadáver, y también a la camioneta, que había quedado segmentada en más tiras que una ensalada de repollo, tras tumbar un poste de alumbrado eléctrico, dos avisos de circulación y la pared del cuarto de una señora cuya cama quedó ensanduchada entre el televisor y un altar de santos, que se mantuvieron tiesos, con la vista fija en el parachoques del vehículo balanceándose encima del escaparate.
Morir es un alivio —pensó—, pues a pesar de que su cuerpo parecía un rompecabezas, no sentía dolor alguno, hasta ese momento.
Es posible que su esposa se haya sobrepasado, no por celosa sino en la intensidad de los codazos que le dio para que bajara el tenor del concierto de ronquidos que no la dejaban dormir, y el interminable discurso que tenía rato diciendo en una mezcolanza incomprensible de lenguas y acentos de múltiple tenor.
Fatalio es adicto a programas de televisión como Mente Criminal, Furia Asesina, y otros de la misma temática, los cuales a menudo enloquecen su carta astral en los niveles oníricos más profundos, tal como esa madrugada en la que su mujer tuvo que golpearlo para que despertara de uno de sus recurrentes sueños de violencia en los que la conjunción de algunos astros y los programas sobre asesinatos, lo sumergen sin que hasta ahora haya encontrado forma de evitarlo.
Del libro Anecdocuentos y otras especies, del mismo autor.
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