Opinión

Fantasmas de Mendoza en los años 60

La única distracción era la radio, con sus novelas, noticieros y programas musicales.
José Carlos BLANCO RODRÍGUEZ
sábado, 16 febrero 2019

La infancia siempre vuelve aunque no lo queramos, y los recuerdos de aquellos años llenos de sueños y fantasías siempre se hacen presentes cuando volvemos a los lugares donde vivimos cuando éramos niños. Esto me pasa cuando voy a la urbanización Mendoza y especialmente a la calle Uracoa, donde vivimos unos meses a mediados de los 60.
En aquellos días, Mendoza se parecía a Maycomb, el pueblo de la novela Matar a un ruiseñor: la vida era tan lenta que los días parecía que tenían más de 24 horas; el calor era sofocante, las mujeres que hacían los oficios del hogar se bañaban varias veces al día, porque en aquellos tiempos el aire acondicionado era cosa del futuro; los hombre se iban al trabajo en Matanzas o San Félix y los niños al Colegio Fe y alegría que está allí cerca; la gente caminaba despacio, porque no había prisa para nada, tal vez, porque en aquellos tiempos pasaba lo mismo que dice Harpper Lee en su novela: no había muchas cosas que comprar ni mucho dinero para hacerlo.
Por las tardes, la única distracción era la radio, con sus novelas, noticieros y programas musicales; el lugar de recreo era un terreno que estaba donde hoy se encuentra el Supermercado Santa María. En aquel “peladero” se jugaba fútbol y a veces béisbol, de acuerdo a lo que estuviera de moda. En Mendoza comencé a tener noticias de los Tiburones de la Guaira, con su estrella Luis Aparicio.
Todo era paz y tranquilidad hasta que caía la noche. Entonces, aparecían “entes extraños”, o por lo menos, eso decían los mayores a los niños para que se fueran a dormir: si aullaba un gato, era “La Llorona” que con su llanto sobrecogedor bajaba por la calle buscando a sus hijos fallecidos; si en algún momento, la brisa hacia una combinación de sonidos con el ruido permanente de las cascadas cercanas el Parque Cachamay, era “El Silbón”, que penaba desde la oscuridad por la tragedia de su vida.
Pero uno de los más nombrados en aquel tiempo era el espíritu de “El negro Antonio”, que según las lenguas del momento, era un bandido peligroso, que como dicen ahora fue “dado de baja por la policía· Cosa que no parece del todo cierta, porque después me enteré que era un personaje de la vida real al que inclusive se le rinde culto y le prenden velas.
El tema era que, para los niños de aquellos días, las noches de Mendoza estaban llenas de incertidumbres, oscuridades y miedos. Sobre todo, cuando los papás se iban al cine de nueve y dejaba a los muchachos encerrados viendo sombras en todas partes.
Después la cosa cambió, y con la llegada de la televisión, los fantasmas se fueron decepcionados, porque no nadie les hacía caso. La urbanización aceleró la vida, sobre todo en los carnavales con su famosa Cachamaiteca, que tan gratos recuerdos ha dejado en los guayaneses.
Cuando echo este cuento, me dicen que esos fantasmas andaban en todas partes, pero yo los conocí en Mendoza. Por eso, como decía al principio, cuando al caer la noche voy darle la cola a algún amigo que vive por allá, me parecer ver a “El Negro Antonio”, en la esquina de la calle Uracoa con la calle Maturín, lamentándose, porque los viejos e inofensivos fantasmas de los años sesenta han desaparecido, y en su lugar, de la oscuridad surgen perversos seres del mundo real, que atentan contra la vida y la propiedad de los vecinos.
En fin, terminando este tiempo de viejas anécdotas sobre los orígenes de Puerto Ordaz, el pasado sábado estuvimos, como todos los años, en el evento organizado por los pioneros en el Centro Cívico con motivo del aniversario de la ciudad. Y escuchando sus relatos, una vez más, me acordé de la famosa frase de García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que se recuerda y como se recuerda para contarla”. –
(Twitter @zaqueoo)

 

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