Opinión

Épica de la cotidianidad

Pero no es tanto esa vejez física. Es esa otra que viene desde dentro, del fondo del alma.
Juan GUERRERO
miércoles, 04 septiembre 2019

Hoy, como casi todos los días, me levanto antes de las 6 de la mañana. Ya a las 6:10 estoy en la calle buscando a una de las chicas a quienes hago el transporte –ahora le llaman über-. Mientras me preparo, de nuevo cortan la electricidad. Antes, estuvimos casi 7 horas a oscuras.

Mi esposa me grita desde el cuarto que volvió. De nuevo voy a accionar los controles eléctricos, que siempre bloqueamos para evitar que se dañen los equipos, como nevera y televisión. –Duró apenas media hora, me dice.

Dejo a la chica en su trabajo y me regreso a casa. Mientras desayunamos mi esposa me indica que en su grupo de contacto –le llaman el Grupo de la Cola- por WhatsApp, todo lo están comerciando en dólares. Ella tiene poco más de 30 años como docente-investigador universitario, pero en los últimos años ha tenido que meterle el pecho a su otro amor, la repostería. De eso vivimos ahora, porque los sueldos como docentes universitarios no nos llegan a 20 dólares mensuales, entre los dos.

Ella me pregunta si este régimen estará negociando con los gringos para dolarizar la economía. Le respondo que no lo creo. Que más bien será con el supuesto gobierno paralelo donde está a la cabeza un renombrado economista, Hausmann, creo es su apellido.

Su problema de sobrevivencia –y el mío- son los precios de los insumos para repostería, harina, mantequilla, azúcar, huevos. Me pide que vaya a casa de su mamá para arreglar la bomba de agua que está sin funcionar. Mientras terminamos de desayunar y le escucho sus reflexiones, pienso en mí: -me he vuelto especialista en arreglar bombas de agua, jardinería, über, cortador de etiquetas, embolsador de dulces, repartidor de tortas, entre otras tantas actividades para no perecer de inanición.

Salgo de la casa y voy fijándome en las estaciones de servicio para vehículos. Me coloco en una para surtir gasolina. Hay una mediana fila de automóviles y logro surtir. Me acerco a casa de mi suegra y soluciono el problema. Pienso que hemos ahorrado algo para no llamar a Memo, el fontanero y electricista.

Me coloco frente al volante de mi “parapeteado carro” y miro por el retrovisor. Veo mi rostro. –He envejecido tanto, pienso. También mi esposa mientras desayunaba la he observado. Mis otros familiares, los pocos que quedan, y los escasos amigos.

Pero no es tanto esa vejez física. Es esa otra que viene desde dentro, del fondo del alma. Avejentados de tanto dolor, tanta humillación. Tanta lágrima escondida que apenas asoma en los enrojecidos ojos que mienten: -es que anoche no dormí bien, o –tengo una basurita en este ojo.

Esa es la vejez que observo en tanto joven que se ha vuelto adulto inesperadamente. Tanto niño devenido joven, tan prematuramente. Tanto adulto envejecido a destiempo.
No sé por qué pienso ahora en ese joven venezolano que se lanzó por un puente, en Ecuador, con todo y maleta. José Gregorio era su nombre. De apenas 27 años. Pienso en él y me duele el pecho. –Lanzarse por un puente con todo y maleta, me repito una y otra vez. Como queriendo aprisionar los recuerdos en esa maleta. –Quizás su mano se aferraría endiabladamente a su maleta, o mientras caía al vacío la abrazaría queriendo abrazar a su madre, a un amigo, a un hermano.

Ya no podemos solos con este pedazo de país. Esta tierra arrasada por los cuatro costados. El reflejo de esta realidad refiere lo que somos y como estamos y andamos. Poco, muy poco nos falta para caer en harapos y comer mendrugos y desperdicios.

Pienso en José, mi amigo cumanés, a quien operan de los ojos. Debieron hacer una colecta pública para salvarlo de la ceguera. Profesor universitario, poeta y ensayista. También en el otro José, de Puerto La Cruz, operado de un cáncer y quien ha tenido que suplicar al poder central para vivir. Ambos buenos poetas y promotores culturales. No he podido terminar de entrevistarles por los constantes cortes eléctricos y de Internet. Pido al universo que sigan vivos y sanos.

La cotidianidad en Venezuela es un esfuerzo inmenso, sobre humano. Todo cuesta lograrlo. Porque en todo existe un burócrata que te coloca impedimentos, especie de “alcabala” donde debes “mojar manos” para pasar a otra, y a otra, y a otra más. Es el agua que tiene 5, 10, 15 días sin venir y debes pagar una cisterna, a sobre precio. O viendo a personas por las calles cargando bombonas de gas, que deben adquirir pagando en dólares. O el corte diario de electricidad, de 4, 7 y hasta 12 horas. O las colas para surtir gasolina.
Pero preferiría eso a caer enfermo y tener que ir a un hospital público, me digo y repito diariamente.

Así funcionamos en este inmoral régimen donde todos nos hacemos cada día un poco más corruptos, para sobrevivir.

Mi esposa, como profesional con su doctorado que no le funciona para nada, busca la economía. Suma, resta, añade, hace constantemente la conversión a moneda extranjera. Saca cuentas. Cancela, compra y vende. Eso nos hace el milagro de llegar a fin de mes.

Alargamos muchas veces los horarios de las comidas y nos alimentamos dos veces al día. Los fines de semana, sin ponernos de acuerdo, desayunamos tarde, almorzamos más tarde y ya en la noche, nos acostamos, casi siempre a oscuras, sin cenar. Si nos despierta la luz, nos tomamos un poco de agua y así nos engañamos. Son los aprendizajes del socialismo chavizta del siglo XXI.

La vida ordinaria me ha transformado casi en súper héroe –al menos lo soy para mi esposa- y acá sigo, empecinado en querer ver el final de esta tragedia, de esta barbarie moderna, tropical y caribeña. Tan absurda, arbitraria y obscena. Tan escandalosamente revolucionaria, socialista y chavizta.

@camilodeasis1

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