Opinión

El perro y la gallina (Anecdocuento)

Era el ruido de la muerte y el aterrado bípedo lo sabía, así que respondió acelerando de tal manera que atrás quedaron plumas flotando en el aire que de inmediato se enrareció con presagios de fatalidad.
lunes, 06 septiembre 2021

El perro dio otro paso silencioso sobre la húmeda superficie del pequeño bosque urbano merideño. La gallina por su parte picoteaba el suelo y erguía el pescuezo parada en una sola pata observando el entorno como quien presiente peligro en el ambiente.

Nerviosa y con el corazón batiéndole la pechuga resolvió protegerse entre los juncos de bambú cuando de pronto la hojarasca pareció cobrar vida propia.

Era el ruido de la muerte y el aterrado bípedo lo sabía, así que respondió acelerando de tal manera que atrás quedaron plumas flotando en el aire que de inmediato se enrareció con presagios de fatalidad.

Su inmejorable condición física y excelentes reflejos le permitieron desplegar aquella brutal arrancada salvándola del sorpresivo ataque al menos en los segundos iniciales, incluso el baboso aliento canino le calentó la cola y gotas de salivación le salpicaron la retaguardia.

Estaba en el mayor problema de su vida, la cual comenzó a proyectarse en su mente como una película en cámara lenta, desde antes de ver la luz del mundo en el cómodo espacio oval donde se gestó, hasta dar sus primeros pininos al cuidado de su madre.

Fue una rápida sucesión de imágenes que incluyó las incesantes pisadas de gallo a las que frecuentemente había sido sometida a lo largo de su existencia, y por último, como un epílogo motivacional, la imagen de su prole le hizo ir a mayor velocidad de la que sus patas eran realmente capaces de desarrollar, pero no tenía otra alternativa, si quería sobrevivir debía acelerar si era posible hasta reventarse el par de extremidades inferiores conque la había dotado el Creador.

En eso estaba, zigzagueando a toda máquina por entre el tupido bosque de paja alta y cambiando de rumbo frenéticamente al ritmo desesperado que exige la supervivencia, cuando de repente, allí, ante sus desorbitados ojos, apareció de la nada su áncora de salvación.

Para el momento en que se desarrollaba aquel drama yo estaba tomándome un café en el balcón del apartamento donde vivía en aquellos años. Con los brazos acodados sobre el borde, intentaba repasar mentalmente algunos conceptos para un examen que debía presentar mas tarde en la universidad.

El apartamento daba a la parte de atrás del edificio desde donde se podía disfrutar de una zona boscosa de las que abundan en la ciudad.

El edificio esta separado de dicho bosque por un canal de paredes verticales de concreto de aproximadamente dos metros de ancho por más o menos lo mismo de profundidad, construido para canalizar un pequeño riachuelo que pasa por allí, de tal manera que de este lado está la playa del estacionamiento y de aquel, el verdor natural donde se elevan los exuberantes árboles barbados propio de la región.

De pronto algo llamó mi atención. Por los ladridos supe que era un perro que se desplazaba a gran velocidad por entre el alto pastizal, pero me intrigó el motivo de su prisa.

La altura del pastizal me impedía verlo, pero su veloz carrera era claramente perceptible porque a medida que avanzaba, el pasto se aplastaba bajo sus patas; obviamente estaba persiguiendo algo más pequeño y mucho menos pesado, a cuyo paso solo se advertía un leve temblor en las saetas verdes del monte, pero de lo que sí tuve plena certeza fue de que fuese lo que fuese, contaba con suficiente velocidad y capacidad de maniobra para mantenerse, aunque precariamente, todavía a salvo de su feroz perseguidor.

Y digo todavía porque en una de esas pasaron por un claro justo cuando el enfurecido perro logró alcanzar con una de sus patas la cola de la gallina que lejos de perder el equilibrio y darse por vencida pegó un salto y soltó un agudo cacareo terror. Los observé internarse nuevamente entre el verdor y tomar dirección hacia el canal del río cuyo borde los sorprendió una velocidad a la que no existe nada ni nadie con suficiente capacidad de frenada como para evitar lo que a continuación sucedió.

Naturalmente la gallina a pesar de que no puede volar, es capaz de mantenerse en el aire por tiempo y espacio limitados tras un impulso suficiente, y en este caso la aterrorizada bípeda literalmente le sacó el máximo provecho a ese recurso.

Al verse sorprendida por el abrupto corte del camino, apeló a él y milagrosamente logró alcanzar el otro lado del canal. Por supuesto, al perro también se le terminó el camino, pero con la notable diferencia de que este tipo de animales no tiene alas, más bien en su lugar aquel contaba con singular corpulencia y ciega ferocidad.

Desde mi punto de observación en el cuarto piso, sin querer fui testigo del aparatoso encuentro de aquel desdichado can contra la dura y limosa pared del canal artificial de agua. No estaba tan cerca pero alcancé a ver los ojos sorprendidos del perro y sus paras abiertas pateando el aire; además escuché su lastimero aullido que yo traduje como, ¡Ay mi madre! Acto seguido fue a dar con toda su osamenta directamente contra la pared y por supuesto al fondo del canal donde fue arrastrado por la fría corriente de las aguas hasta perderse en la lejanía entre pataleteos inútiles y aullidos de dolor.

Sin darme tiempo a digerir lo que había observado, salí casi corriendo para la facultad a presentar el examen, pero mientras iba en el autobús pensé que como era viernes por la tarde y en el estacionamiento ya estaban unos vecinos tomando cerveza, es posible que el destino de la gallina haya sido una paila sancochera donde a menudo ese tipo de plumíferos terminan ofrendando sus vidas, o quizás la suerte le continuó sonriendo el resto de aquel día.

Del libro (Inédito) Anecdocuentos y otras especies, del mismo autor.

viznel@hotmail.com

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