El miedo como política exterior: cuando las empresas obedecen por temor

Las recientes cancelaciones de vuelos entre Venezuela y distintos países del mundo han revelado algo más profundo que un problema aéreo: un ejemplo del soft power que Donald Trump ejerce hoy sobre actores internacionales que, en teoría, no deberían responder directamente a él. Lo llamativo no fue el anuncio de un supuesto cierre del espacio aéreo venezolano, una declaración que nunca llegó a formalizarse, sino la velocidad con la que buena parte de las aerolíneas decidió suspender operaciones por “precaución”. El poder no estuvo en la decisión, sino en el simple temor de que pudiera convertirse en realidad.

Trump no tuvo que emitir una orden formal. No hubo decreto, resolución ni notificación diplomática. Bastó una advertencia ambigua para que aerolíneas comerciales, acostumbradas a calibrar riesgos en términos estrictamente operativos, reaccionaran como si la amenaza fuera inminente. Y esa reacción inmediata dice mucho del tipo de influencia que el presidente ejerce en la geopolítica latinoamericana: una mezcla de imprevisibilidad, presión mediática y reputación de tomar decisiones abruptas sin consultar a nadie.

Las empresas de aviación no respondieron porque su análisis técnico indicara peligro real. Respondieron porque saben que, con Trump, el terreno puede moverse en cualquier momento. El miedo a quedar atrapadas entre una decisión improvisada, un cierre de espacio aéreo o una sanción repentina fue suficiente para paralizar rutas internacionales en cuestión de horas.

Eso es soft power en su versión más cruda: influencia sin acción directa, autoridad ejercida por expectativa, no por decreto. Cuando un líder logra que actores privados modifiquen su conducta por temor a lo que podría decidir, aunque no lo haya decidido aún, estamos frente a un fenómeno que excede la diplomacia clásica. El mensaje implícito es claro: no importa lo que diga hoy, importa lo que puede hacer mañana.

Este episodio también deja al descubierto otra realidad: la vulnerabilidad de Venezuela en el tablero internacional. Un país aislado, sin acuerdos de seguridad estables, con instituciones debilitadas y sin canales diplomáticos robustos, se convierte en terreno fértil para que cualquier gesto de Washington tenga efectos reales en su movilidad, su economía y su población. Las aerolíneas no temían a Venezuela; temían a Estados Unidos. Concretamente, temían a Trump.

La suspensión de vuelos tiene consecuencias graves: afecta a cientos de miles de pasajeros que dependen de la conectividad aérea para trabajar, reencontrarse con sus familias, recibir atención médica o simplemente movilizarse en un país cuya migración ha sido masiva. Y, al mismo tiempo, alimenta la narrativa de aislamiento que tanto daño le hace al país. Pero incluso más importante que la afectación concreta es la señal geopolítica que deja: cuando la percepción de poder es más determinante que el poder mismo, la política exterior pierde transparencia y gana arbitrariedad.

Mientras tanto, Trump continúa construyendo una imagen de autoridad global apoyada en su capacidad para generar incertidumbre. Ha descubierto que la previsibilidad es una forma de debilidad y que la ambigüedad, bien utilizada, se convierte en herramienta estratégica. No necesita emitir órdenes para generar consecuencias; solo necesita insinuarlas. Y lo más preocupante es que funciona.

Si algo debería preocuparnos no es solo el cierre de rutas, sino lo que revela: un mundo donde la gobernanza se rige menos por reglas y más por percepciones; donde actores privados se adelantan a decisiones que nunca se tomaron; donde un líder puede alterar dinámicas internacionales con un comentario.

Las aerolíneas suspendieron vuelos por miedo. Y en política, cuando el miedo desplaza a la diplomacia, el resultado nunca es estabilidad. Es una incertidumbre sostenida. Ese es el verdadero espacio aéreo que se está cerrando.