Divididos y derrotados
El evangelio de Marcos contiene una de las frases más fuertes puesta en boca de Jesús: “Todos los pecados y blasfemias serán perdonados, menos quien peca y blasfema contra el Espíritu”.
El pueblo entusiasmado sigue al Señor por doquier. Jesús de Nazaret ha conseguido despertar la esperanza en los excluidos y necesitados, ofreciéndoles la buena noticia que es Dios. Sin embargo, no todo juega a su favor: de igual modo que el pecado se opone al proyecto de Dios, hay sectores que rechazan a Jesús, llegando incluso a calumniarlo, sembrando la duda en su familia de origen, aduciendo que Jesús se volvió loco.
Jesús hace el bien, venciendo al mal con la fuerza del mal, es la calumnia que le adosan. Es guerra sucia contra su persona y contra el Dios que representa y predica. Este es el contexto en que Jesucristo pronuncia palabras tan duras. La blasfemia contra el Espíritu Bueno no tiene perdón. Un reino dividido está encaminado al fracaso. La división conduce a la derrota.
Tenemos el mismo Espíritu de Jesús
Pablo dirá a los Romanos que el Espíritu recibido, proveniente del Dios amante de la vida, que resucitó a Jesús, es para nuestro provecho y por ello estamos agradecidos con él, por ser así como es.
De allí que nos mantenemos incólumes, fuertes ante el desmoronamiento de la realidad, porque nuestro espíritu es valiente, y nos renueva a diario, nos capacita para continuar a pesar de las circunstancias.
Al igual que Jesús, estamos conscientes de que esta historia debe dar más de sí, porque aún existen muchas razones para seguir esperando, que nos encontramos en una transición —larga y penosa, sin duda— que no es eterna; eterno solo es Dios y el reino que nos promete.
Poner nuestro interés y mirada en el futuro nos permite acercar cada día este futuro a nuestro presente, de modo que nos demos a superar esta pecaminosa crisis que no provocamos ni nos merecemos.
Dios es nuestra casa, pero también debemos darle una mano en la construcción del “edificio” que nos prometió y que sí nos merecemos, donde quepamos todos, donde todas nuestras necesidades se cubren con el tesón de nuestro trabajo, con nuestro compromiso incondicional y permanente.
Nuestra mirada fija en el cielo es lo que hará que nuestra tierra sea un cielo cada vez más. Para ello, debemos convertirnos a Jesús, formar parte de su familia, porque somos aquellos que oímos su Palabra y la ponemos en práctica, a ejemplo de María y de los hermanos de Jesús. Es la llamada a convertirnos para mirar de manera distintas todas las cosas y a la realidad que nos oprime, pero que no nos aniquila definitivamente. Unidos y triunfantes.
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