¿Cuándo se jubila un líder?
Lula da Silva cumplirá ochenta años la próxima semana, y a días de hacerlo anunció que buscará la reelección para un cuarto mandato. El mensaje, más allá de su carga política, abre un debate necesario sobre la manera en que concebimos el liderazgo en América Latina. La región, históricamente marcada por caudillos, personalismos y figuras carismáticas que encarnan más que representan a sus movimientos, vuelve a encontrarse frente al espejo del eterno retorno: la dependencia de un solo nombre para sostener un proyecto político.
Nadie niega el peso histórico de Lula. Su papel en la transformación social de Brasil, su origen obrero y su capacidad para conectar con las clases populares lo convirtieron en un símbolo de esperanza regional. Pero cuando un país necesita al mismo líder cuatro veces, la pregunta no es si ese líder es indispensable, sino por qué el sistema no ha sabido producir nuevos. La democracia se debilita cuando las ideas dejan de tener rostro propio y pasan a depender del mismo rostro de siempre.
El problema del personalismo no es solo generacional: es estructural. Los partidos dejan de ser instituciones con visión de país y se convierten en maquinarias electorales al servicio del líder. Sin él, no hay plan, no hay discurso, no hay chance de ganar. Es la política reducida al mito del salvador, al carisma que todo lo resuelve. Pero ningún proyecto político puede ser sostenible si depende exclusivamente de la permanencia de una figura. Los líderes pueden inspirar; lo que no pueden es monopolizar el futuro.
La historia latinoamericana está llena de ejemplos de movimientos que envejecieron con sus líderes. Gobiernos y partidos que confundieron lealtad con dependencia, estabilidad con inmovilidad. Cuando el poder se vuelve círculo cerrado, las nuevas generaciones se frustran, se desmovilizan o terminan creando sus propios movimientos al margen. Y eso no es renovación: es ruptura.
Impulsar liderazgos de base no significa reemplazar por reemplazar, sino construir espacios donde el relevo no sea una amenaza, sino una consecuencia natural. Un partido saludable debería celebrar que surjan nuevas voces, no temerlas. Pero en la práctica, muchos prefieren el cálculo de lo conocido: la figura que garantiza votos, la que concentra apoyos, la que, por su sola presencia, mantiene viva la maquinaria. Lo que no se ve es que esa aparente fortaleza es, en realidad, una fragilidad disfrazada.
Cada vez que un país confía su destino a un mismo nombre, pospone el surgimiento de otros. Cada mandato prolongado es una generación que no tuvo oportunidad de gobernar. Y cada relevo frustrado es una idea que no se ejecutó, una política que no se probó, una mirada que se apagó antes de encenderse.
Las democracias se renuevan cuando el poder rota, cuando los liderazgos se multiplican y las ideas trascienden a quienes las originan. El verdadero legado de un líder no se mide en los años que permanece en el cargo, sino en la cantidad de personas capaces de continuar su proyecto sin depender de él.
Lula representa una parte esencial de la historia reciente de Brasil, pero también un desafío para su futuro. Porque ningún país debería tener que elegir entre avanzar con el pasado o quedarse sin rumbo. La fortaleza de la democracia está en su capacidad de producir nuevos liderazgos, no de reciclar los antiguos. Y si América Latina quiere romper el ciclo de dependencia de sus grandes nombres, deberá entender que el poder no se hereda: se comparte, se cede y se renueva.
Ten la información al instante en tu celular. Únete al grupo de Diario Primicia en WhatsApp a través del siguiente link: https://chat.whatsapp.com/
También estamos en Telegram como @DiarioPrimicia, únete aquí:https://t.me/
