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La Búsqueda: La serpiente emplumada y el barbado Cortez

Hubiera deseado arriesgarlo todo a un juego, pero estaba ante un Dios angustiado por su caída. Recordaba el desasosiego, la inquietud que lo invadía, cuando todo su dominio dependía de un azar, de ganar o perder una simple jugada.
domingo, 13 febrero 2022
Cortesía | Amantes de la guerra y la sangre. Retornaré por el Oriente sobre serpentinas naves.

La alegría fue fugaz. Se dio cuenta que había nacido nuevamente a la carne y había sucumbido a ella. Toda su lucha por hacer florecer el corazón había sido infructuosa, se encontraba ebrio, postrado en el suelo. Si su pueblo lo viera, lo apedrearía.

La tristeza traspasó su ser. Sólo le quedaba un camino, expiar su culpa. Envió a su servidumbre a que recogieran lo necesario para un largo viaje. Pronto se marcharían. Retornaría a su lugar de origen para acallar su vergüenza, deseaba redimirse de la caída, había conocido las limitaciones de la materia.

La ascesis purificaría su cuerpo, lo haría trascender la materia. El era Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada. En su destino mostraba a los hombres la dolorosa lucha que lleva a la iluminación y al florecimiento del corazón.

Descendería a Mictlan al Reino de la Muerte, para enfrentarse al Señor de las Tinieblas, en su búsqueda de redención. Ordenó a los artesanos construir un ataúd de piedras que se transformaría en el umbral del tenebroso reino. Deseaba morir, desprenderse de la materia para retornar al espíritu.

Estuvo en el Reino de la Sombras nueve días. Aún Kizin, el Señor de la Muerte, recordaba el último ardid de Quetzalcóatl, cuando hurtó en el alba del Sol Nahui-Ollin los huesos para crear la nueva humanidad.

Deseaba darles la inmortalidad, pero fue inútil. Sólo logró burlar algunas exigencias del Señor del Camino Negro. Enseñó a los hombres la forma de recuperar instantes de inmortalidad en su corta vida, en los que la eternidad bañaría sus corazones.

En su descenso, Quetzalcóatl no intentó pasar desapercibido Quetzalcóatl. Tomó la forma de Xólotl, el perro, para poder atravesar los nueve ríos que conducen a ese reino. Al sentir su presencia, Kizim, Mictlantecuhtli lo encontró.

¿Por qué has vuelto? ¿Qué deseas? Los labios de Quetzalcóatl temblaron, sobreponiéndose al espanto, respondió: Busco desasirse de este cuerpo, deseo disolver estas carnes he corrompido mi Ser. Había olvidado lo que era el pesar. Lo efímero del goce terrenal agiganta el dolor, y lacera el alma al recordarnos la eternidad.

Si deseas morir ahora, no morirás, le respondió Kizim. Para liberarte de ese remordimiento, que muerde tu corazón y oscurece tu rostro tendrás que ser devorado por el fuego de tu devoción, sólo él te devolverá tu antigua forma. Deberás sacrificarte, esa será mi venganza. Pero antes tendrás que escapar de Xibalbá…

Cuando los dioses se sacrificaron para dar nacimiento a la Nueva Era, fuiste el único rebelde. Recuerda, si deseas morir y volver a conocer la libertad del espíritu tendrás que oír rechinar tus carnes, como las de Nanahuatzin, el buboso, terminó diciendo Kizim.

Oleadas de fetidez y ecos de cínicas carcajadas golpeaban continuamente el alma del Dios. Lo que le ocurría, le recordaba lo sucedido a Xbalamque y Junappu, los gemelos. Reencarnado, desde hace mucho tiempo deseaba tener tu alma entre mis garras, le decía Kizim. Estoy sediento de ella. Quetzalcóatl podía sentir esas espinosas palabras. Ante él estaba Kizim, esqueleto de despojos.

Purulentas llagas cubrían los trozos de piel que lograban aferrarse a sus huesos.

Te sorprende mi apariencia. ¿Acaso no somos esto realmente?, le dijo Kizim. Recuerda, tras el manto de vida que cubre nuestro esqueleto late la muerte. Veo que traes parte de los tesoros que me fueron robados por los gemelos. Creyeron que lograrían destruirme con sus juegos de magia, pero la muerte es indestructible. ¿No crees, Dios? ¿Cómo preferirías pasar el resto de tu existencia?. Antes de continuar esta conversación, devuélveme mis tesoros. Traes dos ofrendas, una para apaciguar mi ira, volveré a reír, se oirá nuevamente el crujir de mis quijadas al gozar del juego de pelota. Traes el Sol y la Luna de mi cancha, sin ese orbe no pueden realizarse los juegos. Con la otra ofrenda podrás lanzar los dados, ellos decidirán cuál de los caminos de la negra encrucijada tomarás. ¿Crees que viniste preparado a vencerme? Volverá el bullicio al campo junto a los golpes de caderas. No me volverás a burlar, te conozco, y no creo que sea tan hábil como los gemelos para huir de mis garras. No he podido conocer la manera cómo lo hicieron. Sospecho que Itzamana, estuvo detrás. Prepárate a soltar la pelota sobre el campo, empezará un juego del que dependerá tu destino. Podrás escoger a tus jugadores entre veintidós hábiles hombres. Si llegas a perder, sólo tendrás una oportunidad, el lanzamiento de los dados. Cada cara de él posee un color y un signo, representan seis caminos, uno sólo de ellos podrá liberarte de mí. Llegó tu tiempo, prosiguió Kizim. Sólo tú deberás adentrarte al campo del Juego primigenio.

A cada paso Kizim dejaba una estela de putrefacción pegajosa, mezcla de carne, músculo y sangre. Dos hileras verticales de piedra limitaban al campo en forma de ceiba, en el centro se encontraba un círculo de jade sobre el que debía dejar la pelota. Las dudas que golpeaban a Quetzalcóatl hacían más difícil cada paso.¿Cómo creer en el Señor de la Muerte y la Mentira?.

Al posar la pelota de jade y hule sobre el ombligo del campo, comenzaron a materializarse los jugadores, vestidos con plumas sobre su cabeza y pieles de jaguar sobre sus cuerpos. «No has vuelto a invocar a Kizim. Creíamos que desde que los gemelos te robaron el orbe descansaremos de tí. Una vez más nos tienes en tu poder. Para robar el alma de quien nos has vuelto a invocar.

Quetzalcóatl, dueño del orbe de hule y jade, podrás escoger el Norte o El Sur para tus jugadores. Cada uno de nosotros tendrá uno de los colores de las esteras del inframundo. Si la pelota atraviesa el aro del Norte, quedarás libre del dominio de Kisim y podrás llegar al ombligo de la tierra.

Al iniciarse el juego, cada nuevo golpe de la pelota sobre las protegidas caderas de los jugadores aumentaba la angustia del dios emplumado. Kizin sonreía luego de katunes en silencio.

Hubiera deseado arriesgarlo todo a un juego, pero estaba ante un Dios angustiado por su caída. Recordaba el desasosiego, la inquietud que lo invadía, cuando todo su dominio dependía de un azar, de ganar o perder una simple jugada.

Sólo unos cuantos habían logrado escapar a sus garras. De ellos los que con más furia recordaba era a los gemelos que vengaron a sus padres. Kizim se deleitaba observando a los jugadores sentir sobre sus carnes y huesos el golpe seco de la pelota, evitando con pericia que la pelota tocara el suelo, eso significaba el fin.

Esa caída era la metáfora de un cataclismo cósmico ¿Qué otra cosa podía significar la caída del sol. El golpeteo de la pelota, traía a su memoria a los gemelos. Esa astucia, esa gracia que los caracterizaba en cada movimiento aún lo hacían rabiar de amor y celos, parecían jaguares en lugar de hombres.

Cuando escaparon, Kizim sintió tristeza por nunca más poder verlos jugar. Los secretos robados fueron muchos, pero no poseerlos les producía un profundo dolor. Los gritos de los jugadores lo expulsaron de sus recuerdos.

Quedaban solamente dos jugadores de los cinco del Norte. Pronto, de la superficie de la pelota emergieron pequeños cuchillos de jade, desgarrarían las carnes, cuando el golpe fuera mal recibido, rebotando fuera de las defensas de las caderas y los hombros.

Todo estaba decidido, la pelota había rodado sobre el suelo en el campo Norte. Los jugadores, desalentados, gritaban llenos de ira. La voz de Kizim se impuso.«¿ Sabes el significado de lo ocurrido?. Tu alma me pertenece, no podrás liberarte del reino de los descarnados. Habré perdido el juego de pelota»,replicó Quezalcóatl, «pero aún poseo el dado. El decidirá.

Con firmeza se dirigió a la mesa del destino, donde el Señor del Inframundo recibía sus ofrendas. Kizim al ver lanzar el dado, supo que había sido engañado. Un fuerte viento golpeó las piedras y arrastró a Quetzalcóatl al Centro de la Tierra.

Estaba finalizando el noveno día, los discípulos del Dios caído, siguiendo sus consejos, abrieron el ataúd de piedra, al hacerlo un fuerte ventarrón los arrastró por el suelo. El Dios era un despojo, temblaba en fiebre. Sus frías gotas de sudor eran de sangre.

En su rostro se palpaba la desesperación de sentirse preso en un cuerpo agotado. Había retornado al mundo de la belleza efímera, donde las piedras preciosas se quiebran y las plumas de quetzal se desgarran. Al salir de aquella mortal morada, el Sol con su calor lo reanimó.

Seguiremos nuestra huida -les dijo Qetzalcóatl-. Cuatro de ustedes me acompañarán junto a los jorobados y músicos para aligerar mi fin. Debo retornar al sitio de mí origen, a ese ombligo del universo, sólo en él podré liberarme de este cuerpo sin disolverme en la nada.

La despedida fue corta. Salieron sigilosamente, escudados por la noche. Al recorrer un largo trecho, Quetzalcóatl volvió a mirar su ciudad, mientras las lágrimas corrían por su rostro horadando las piedras donde apoyaba sus pies.

En Cholula fue recibido con regocijo. Instauró sus sabias leyes, prohibiendo los sacrificios sangrientos. Esa sería su última venganza contra los dioses de la Guerra Florida, como batalla para dominar y conquistar el poder de la materia y no como combate para escapar de la dualidad.

Su ser ardía por rabia contenida. Mientras lúgubres pensamientos mordían su corazón, las piedras sobre las que se apoyaba no pudieron oponer su dureza ante tal tristeza. Al llegar a la costa, muchos de los músicos y bufones habían pagado con la vida su lealtad. Tras larga peregrinación, al fin se encontraban frente a las divinas aguas. En la arena de esa playa Quetzalcóatl sería devorado por las llamas de su corazón.

En la mirada se leía la furia de su tormento. Su aspecto parecía transfigurado. El montículo donde se consumiría en su ardor, se mostraba imponente. Comenzó a vestir su traje, el penacho de quetzal y su collar de excrementos del sol. Entre sus manos tomó la rodela y el bastón. Con paso ceremonioso subió a aquella montaña de maderas aromáticas. En su ascensión levantó el rostro al Este.

Llegó el momento de morir, seré purificado por el ardor que emane de mi ser. Las llamas me librarán de la corrupción de la carne que aprisiona a mi espíritu.

Retornaré a instaurar mi dominio a expulsaré a los dioses

Amantes de la guerra y la sangre. Retornaré por el Oriente sobre serpentinas naves.

De las llamas que comenzaron a disolver su cuerpo, surgió una gigantesca ola de espuma marina, dirigía sus cristalinos dedos al infinito mientras su cuerpo rechinaba. Aquel era el signo de su liberación. Asombrados, vieron cómo ascendía su espíritu al cielo, siete días tardó en mostrar su rostro. Desde ese día apareció un nuevo astro en el cielo, con sus revoluciones nos recordaría que tras la muerte se esconde la eternidad.

Sólo quedaba esperar el retorno de la Serpiente Emplumada. Fundarían un templo entre corales y arena, y desde allí verían venir el año 1 acatl los serpentinos navíos…Pero nunca llegó en su lugar vino un barbado en un navío y un velamen blanco en forma de cruz y no sobre una monstruosa serpiente….

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