La Búsqueda: La iniación de Ruminawe
El ritual funerario de los guerreros muertos defendiendo las fronteras del imperio, duró varios días, tras limpiarlos cuidadosamente los cubrían con hojas de manu, mentol, bálsamo de tolú, sal, saponinas y resinas; los vestían con sus mejores galas, y los enrollaban en largas telas que cubrían sus inertes cuerpos, tal como la placenta protege y nutre la vida, era la preparación para la nueva vida que tendrían.
En posición fetal eran introducidos en vasijas que se enterraban en la tierra, mientras sus dolientes cubrían sus rostros de cenizas, lloraban y tomaban chicha que corrió a raudales.
Al terminar el enterramiento y haber quemado las pertenencias de los guerreros, la tristeza dio paso a una alegre celebración que duró varios días. Sólo al terminar los efectos de la borrachera, se alistaron algunos guerreros para partir a la selva que sobrevivieron al regresar de su sangriento encuentro con los salvajes selváticos, llevarían a Ruminawe hasta las cercanías de un poblado Tupí-Guaraní.
La selva en la que se adentraban estaba llena de contrastes y colorido. Lloviznaba todos los días al amanecer y al atardecer. El suelo era esponjoso, y las raíces de los árboles flotaban en el aire.
En la oscura selva, jaguares, venados hacían sentir su presencia por el brillo de sus ojos cuando se acercaban a los ríos a saciar su sed. De día la luz era escasa, los árboles lo aprisionaban con sus ramas y en las alturas parecían que se peleaban por los rayos de luz.
Muchas historias le fueron contadas cuando caminaba entre esos húmedos laberintos, conversaba con un viejo Chasqui que al llegar a una posta cercana se quedó en ella, donde trabajaba para los corredores del Inca.
Una tarde cuando se anunciaba la noche, y la tenue luz del día empezaba a desaparecer, veía asombrado la altura de los gruesos troncos, parecían huellas de desaparecidas eras, repentinamente apareció junto a él un hombre de la espesura de la selva desnudo, la piel está cubierta de líneas rojas onduladas a lo largo de todo su cuerpo, el largo pelo lo cubría un manto de hojas y ramas que le llegaba a la cadera.
Aún sorprendido por su apariencia, el desconocido empezó a hablarle, mientras los guerreros que lo acompañaban le hacían señas de la locura del personaje, sin darle la ocasión de hacerle alguna pregunta le dijo:
-Unay vivía en una selva similar a ésta, donde abundaban las palmas, con fuertes y flexibles ramas hacía arcos y de las fibras de las hojas trenzaba las cuerdas de los arcos que hacía. En esa ocasión, buscaba palmeras para hacer dos arcos, para cazar aves, a las que atraía imitando sus cantos con una flauta de hueso de venado, cuando se acercaban los flechaba.
La voz del misterioso chamán era suave pero firme, de ojos eran terrosos, iba descalzos y sus pasos parecían acariciar la tierra. Mientras contaba historias de la selva sus ojos se agrandaban. Oye Ruminawe, siguió contando, ante esto le pregunto: ¿Cómo es que sabes mi nombre?,
-Sabes la selva no tiene misterios para mí, y he oído cuando te llamaban los guerreros. En estos parajes por donde caminan solo los amigos son bien recibidos y tú eres uno.
-Porque no llevan sandalias, acaso no has sentido lo esponjoso del suelo que pisas, por los mantos de hojas, insectos, hongos y serpentinas raíces.
Las cascadas aumentaban su caudal a medida que se acercaban al hogar de Ikora. Al llegar a la casa comunal donde vivía, le indicó que lo esperara afuera. Antes de entrar con un extraño debía hablar con su madre. Se quedó solo mientras aquel hombre pintarrajeado con tan extraño nombre desaparecía entre paredes de barro y palma.
Sus acompañantes, se habían quedado atrás distraídos, observando los rayos de la luz que como lianas de oro traspasan el tupido techo de ramas que parecía fundirse en las alturas. Meditaban en cómo subir a esas alturas, pues tenían mucha curiosidad por ver la selva desde allá.
Mientras jugueteaba Ruminawe en sus ensoñaciones el misterioso Ikai, apareció pero había envejecido y estaba encorvado, el cuerpo había enflaquecido y su piel estaba arrugado, el rostro estaba poblado por una escasa barba, y llevaba en la cintura una fina cuerda amarrada al pene. Cuando se le acercó, con una voz que parecía el murmullo del viento le dijo: Sabes te he estado esperando.
Esas palabras le produjeron un escalofrío que recorrió todo su cuerpo, al irse acercando, por más que intentaba oír sus pasos no oía nada. En vez de caminar parecía flotar.
Mi hermano, me dijo que vendrías. Eso fue demasiado para Ruminawe, llegó a pensar que estaba viendo alucinaciones. No te sorprendas, ni temas, te conozco, mi nombre para ti será Abía-Kehi, el árbol más alto, aunque los desconocidos me llaman Ikai.
Tomó su hombro y se lo llevó con él hacía la espesura. No pudo oponer ninguna resistencia, algo se lo impedía, en realidad no había nada en el viejo que le causara temor.
Lo llevó a un sitio, donde la selva era tan espesa que parecía un muro, otros como tú, se negaron a seguir adelante y la selva los engullo lo cual le hizo angustiarse, al ver su rostro Abia-Kehi, el árbol más alto de la selva, volvió su rostro a él mirándolo fijamente, esa mirada hizo huir de él todo el temor, y lo siguió.
Al acercarse al muro, troncos ramas y hojas cedieron ante su paso. Había que dar varios largos pasos para atravesarlo, mientras lo hacía, desapareció Abia-Kehi y se encontró rodeado de ramas que aprisionaban su cuerpo, se sintió sepultado en el seno de la tierra. El temor comenzó a transformarse en pánico, empezaron a correr sobre su piel gotas de sudor frío. En ese momento, cuando todo parecía desvanecerse y la vida abandonarlo oyó una voz que le dijo:
No desconfíes de tu fuerza.
Expulsa las sombras que te atenazan.
El temor va ligado al miedo,
si llega a dominarte morirás.
El miedo despierta los fantasmas del alma.
Oyó otra voz, tormentosa como el trueno que parecía emanar del cielo:
¡Expulsa el miedo! ¡Expúlsalo!.
No sabía qué hacer, ni qué pensar, los latidos de su corazón se hacían insoportables, la fuerza que lo sostenía comenzaba a abandonarlo. Cayó al piso bruscamente. Sintió latir la tierra debajo de su cuerpo, las ramas que lo rodeaban lo abrazaron con fuerza.
Sin proponérselo, su espíritu comenzó a calmarse. Recordó otros acontecimientos de su vida donde el miedo había logrado atenazarlo, y se preguntaba: ¿Sería a esa fuerza paralizante lo que llaman las sombras del espíritu? De ser así, ¿Cómo lograr expulsarlas? Poco a poco empezó a respirar sosegadamente, y tranquilizarse pudo meditar, e intuyó lo que debía hacer.
Mutó las dudas en certezas y, poco a poco, todo su ser comenzó a girar en torno a ese esfuerzo. La quietud lo invadió. La confianza y la fuerza empezaron a circular nuevamente en él. Había logrado tranquilizarse, pero seguía aprisionado por la vegetación. Sentía que la tierra comenzaba a rodearlo y oprimirlo. Pachamama, la Madre Tierra se lo había tragado, estaba en su vientre, sentía que se había transformado en una semilla.
La metamorfosis había comenzado, una parte de su cuerpo se hundía en la tierra, la otra se dirigía a la superficie en búsqueda del calor que provenía de Inti, el Sol. Continuó creciendo y creciendo, hasta transformarse en un gigantesco árbol. Sintió sus brazos eran largas ramas cubiertas de frondosas
hojas. Sus piernas, profundas raíces, buscaban afanosamente la savia de la tierra.
Al transformarse en árbol se unió en el cielo y la tierra. Comenzó a conocer el espíritu de la selva, luego se transformó en jaguar, en danto.., correteo, vivió y murió como ellos hasta que nada le fue extraño en la selva.
Oyó una lejana voz que le decía: Cada árbol que ves en esta selva tiene su historia viven, sienten, palpitan y se comunican entre sí, aprende a verlos como son y serás sabio.
No podía creer lo que le había ocurrido. Todo había transcurrido en un parpadear, esa visión la tuvo mientras miraba a las alturas y se esfumó al dirigir su mirada al suelo.
Había sido encantado por los espíritus selváticos, ellos intentaban enseñarle a respetar la selva. Entre historias contadas por el árbol más alto de la selva se abría el tiempo y el velo de la eternidad lo iba acercando a las tierras de los Tupí-Guarani, hogar del Karaí Ru Ete.
Al despertarse en una húmeda y neblinosa mañana, le extrañó no oír el alboroto de los guerreros. Las fogatas seguían devorando los troncos, pero a su alrededor sólo había silencio. El campamento estaba completamente solo, lo habían abandonado a su suerte. Amarradas a unos troncos se encontraban varias llamas con algunas provisiones sobre sus lomos, de poca ayuda le serían, los jaguares las devorarían en cualquier momento.
Un saco con carne seca, maíz y papas guindaban entre las ramas del árbol bajo cuya sombra se había dormido, eran los restos de la matutina comilona de los guerreros. No sintió miedo, ni temor, en el fondo deseaba ser abandonado, estaba cansado de la compañía, los hombres siempre bromeaban y peleaban entre sí. Se sentía seguro, protegido por la soledad pues conocía algunos espíritus de la selva.
En una ocasión creyó oír en las profundidades de la selva el monótono golpeteo de las hachas de los guerreros, seguramente cortaban maderas aromáticas. No se preocupó por su lejana presencia, no quería encontrarlos nuevamente. Tomó la dirección contraria. Caminó varios días hasta encontrar una pequeña llanura despejada de árboles, era el lugar ideal para montar su campamento.
Había un riachuelo cercano, y pidió permiso a los espíritus de la selva para arrancar la maleza del sitio y protección contra los vientos de muerte, hambrientos de almas. Hizo un pequeño altar a los espíritus, en donde quemó maderas aromáticas, hojas de tabaco, danzó y, finalmente, les ofrendó algo de sus alimentos junto a la poca chicha que le quedaba.
En ese lugar levantaría su pequeño cobijo. Cuando empezaba a cubrir la armazón de ramas de hojas, apareció ante él un gracioso enano desnudo, decía ser un Ohinani. Le gustaba vivir entre las cuevas y grutas en las profundidades de la tierra, a donde se dirigían las almas de los muertos, en ellas se enfrentarían a los dos caminos del reino de la muerte, y sólo uno los liberaría y podrían reencarnar.
El camino de la perdición los llevaría a los laberintos del vientre de la tierra, vagaron perdidos hasta encontrar el centro, en el que se enfrentarían a los sangrientos enmascarados, sólo al vencerlo podrían retornar su energía a la familia.
El Ohinani le habló de los gemelos Soa y Omao, creadores de los hombres de la selva, quienes conocieron la muerte por la flojera de Soa. Omao pidió a su hermano que buscará el tronco más fuerte y duradero de la selva cuidando que la savia no se derramara, y que los cortara con hachas de piedras antiguas. Soa, cuando comenzó a caminar, encontró unos troncos tirados.
Su madera parecía fuerte, pero su pulpa estaba podrida al igual que su savia. Ignoró esto y lo cargó entre sus hombros, contento de no haber tenido que perder varios días cortándolo. Al llegar a su choza, preparó el hechizo con el que haría a los primeros hombres. Su envidia no podía permitir que su hermano dirigiera los hechizos, él lo intentaría solo. Sería el único creador.
Mientras Omao pasó varios días cortando el tronco del árbol más duro de la selva. Cuando terminó, volvió al campamento arrastrándolo amarrado de una cuerda, y cubrió sus extremos con hojas para evitar que derramara la savia. Al llegar, su hermano había terminado el hechizo y los hombres estaban a punto de nacer, recitaba la última palabra de poder.
Omao no pudo detenerlo, el tronco comenzó a vivir, lentamente se convirtió en un hombre, pero su rostro era pálido y su cuerpo débil. Omao golpeó fuertemente a Soa y le dijo: La humanidad que has creado vivirá muy poco, porque no tiene sangre, la savia de ese tronco está podrida al igual que su madera. Te dejaste llevar por las apariencias. Iba a crear una humanidad inmortal como nosotros. Daré a las serpientes la inmortalidad que daría a los hombres, nacerán de este tronco. Renacerán una y otra vez.
Iracundo, Omao lanzó el pesado tronco por una ladera. Al rodar se desprendían serpientes. Los primeros hombres, mujeres y niños sólo vivieron unas pocas lunas. Fueron a visitar a una poderosa chamana para que los ayudará a prolongar la vida de esa humanidad, y mezcló agua con onoto y bañó a esa humanidad, les dio un poco de sangre, pero no era verdadera.
Por ello pudieron vivir un poco más. Cuando flecharon el ombligo de la luna pudieron tener suficiente sangre y fortaleza. La Diosa Blanca del cielo estaba llena de ella, así pudieron vivir muchos años. Por eso Pulibura, la luna roba las almas y tú debes tener cuidado de ella, le dijo el Ohinani a Ruminawe.
-En la selva nunca te dejes llevar por las apariencias, lo que a veces parece sabroso y bello puede ser un veneno. Lo hermoso no siempre es lo bueno. Al mal le gustan las máscaras, nunca lo olvides. Si mueres en la selva te enfrentarás a dos caminos, uno corto y llano, otro escabroso y largo. Si cometes el error de Soa, irás a los laberintos del inframundo, pero si eres capaz de ver más allá de las apariencias llegarás al shabono de Omao.
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