Hacedor de Santos: La forja de la lanza de San Miguel
A nuestro herrero, el padre Saturnino, le costó hacer la punta de esa lanza, pues estaba acostumbrado a forjar objetos grandes como arados, barras, serruchos, cuchillos y herraduras.
Lo habrás visto caminando cerca de los corrales donde tiene su forja, es inconfundible por su caminar, pues arrastra una pierna y su barba le llega al ombligo.
Si estás algo bebido, como de costumbre, cuando lo veas en el comedor puedes llegar a confundirlo con un cíclope, por su costumbre de llevar un parche de cuero en el ojo derecho.
Dice que de esa forma protege su ojo de las chispas de la forja, y de no llevarlo de día y de noche, se le olvidaría ponérselo cuando martilla las barras de hierro incandescentes, cuando saltan las chispas de carbón y las esquirlas del acero forjado.
Su voz resuena como un trueno, luego de varios intentos logró hacerme varias puntas de lanza, al decidirse a fundir unas piedras de hierro que guardaba cual reliquias. Dijo que se las había traído un campesino al que decían habían caído del cielo, en una noche de San Juan.
Conocí al cojo forjador porque iba de vez en cuando a visitar al padre Bernardo cuando las frías y húmedas noches llegaban, para que le hiciera una infusión de sauce blanco, ortiga, enebro y diente de león para el dolor de huesos de la pierna que tenía paralizada.
Descendía de una familia de herreros que convertían el acero en puñales, hachas y machetes. Tanto el padre como los hijos eran temperamentales y belicosos, y en una de sus tantas peleas, por defender a su hermana menor de una golpiza del padre en un ataque de ira, le lanzó a Saturnino sobre su pierna una barra de acero al rojo vivo.
Al caer lo tiró sobre un barranco que daba al río, por eso sobrevivió de ese lance al caer en un pozo muy profundo de la Quebrada de la Yegua, donde lo curaron los gnomos y doña Jovita de Barragán, la curandera más poderosa de todos Los Andes; pero quedó con esa pierna inútil, desde ese día la arrastra como un condenado.
Su forja parece una cueva, no deja entrar rayos de luz, la poca iluminación brota de la incandescencia del carbón y de las chispas que desprenden los golpes de su mazo de acero para adelgazar las barras del preciado metal.
Es una labor agotadora, trabajé varias semanas con él, debido a que su ayudante había enfermado y deseaba que me forjara las puntas de lanza del San Miguel que estaba tallando y unos clavos largos para restaurar el San Agustín de la capilla, pues se estaban venciendo las junturas del santo, lo habían hecho de diversos tipos de madera y se habían agrietado y la única manera que conocía de restaurarlo era hacer unos largos clavos de acero, que atravesaran cada uno de los maderos e introducirlos al rojo vivo, para que hicieran un túnel para rellenarlo con varas de madera lijadas, aserrín, y cola.
Al herrero no le gusta trabajar de día sino de noche, por esa causa ubicaron los padres su forja cerca de los establos, a las afuera del convento donde los golpes y los fuelles no molestaran. Cuando entré a la forja por primera vez, me dijo:
– Debes tener cuidado con tus manos y tus ojos, no por lo que hagas, sino por las chispas y limaduras que saltan. Cuando se martilla el fuego parece tener vida. El pelo y el rostro se me quemaron varias veces, cuando lo ayudaba a sacar las barras de acero de un encendido naranja para ponerlas encima del yunque. Durante minutos las martillaba cientos de veces, hasta que el rojo del acero empezaba a desaparecer. En ese momento debía retornar la barra al fuego, para sacarla con una pinza hasta que volviera a palpitar como la rojez de un corazón, y a golpes la doblaba sobre sí misma, y volvía a otra sesión de martillazos.
– No crees Saturnino -le dije en una ocasión-, que el metal es suficientemente duro como para que lo estés doblando una y otra vez sobre sí mismo. Respondió, mientras intentaba una grotesca danza, por la cual casi se cae al enredarse con su inerte pierna:
-Mira muchacho soy un forjador y no un carbonero, fundo el acero y lo doblo una y otra vez, para luego someterlo bruscamente a un cambio de temperatura; para que adquiera la flexibilidad del bambú y la solidez del vidrio. No te imaginas lo que me costó aprender la manera correcta de fundir y templar el acero, por nada del mundo se unían el carbón y el metal en matrimonio, para hacerlo nacer tuve que ayunar durante días. En la antigüedad más de un herrero sacrificó a sus esposas y amantes, para lograr esa amada fusión donde la rojez del metal llega al resplandor del diamante. Mientras decía esto, se quitó el parche que cubría parte de su rostro y extrajo con sus dedos un ojo de vidrio con el que engañaba a todos, para que no se descubrieran que además de cojo, era tuerto. Con el ojo en la mano dijo:
– Para que se fundiera el acero de unos puñales templados, tuve que vaciar mi ojo al caldero, sólo desde ese día se funden los metales en él. Al acero le gusta la sangre y solo se da a aquellos que entienden su llamado.
-Dejemos eso para otro momento, debes estar muy despierto para saber distinguir los diversos grados de maduración del metal, prefiero trabajar de noche porque la fusión del acero lo pide, pues no hay la interferencia de la luz solar. Cómo hubiera querido ser un herrero con el don de la creación que tenía Hefesto, hijo de Zeus el tronante y Hera la vengadora. Las leyendas dicen que era capaz de hacer cualquier máquina con bronce y oro ¿Puedes creer que incluso logró atrapar en una red invisible a su esposa, la bella Afrodita en una de sus tantas infidelidades? Pero yo, debo conformarme con ser un cojo que esconde el ser también un tuerto, por esa la forja que tienes a tus pies: es un hambriento que me exigió el ojo y la sangre de innumerables corderos y terneros. A pesar de todo ello, he tenido que cargar con el caldero sobre mis espaldas, por todos estos pueblos entre páramos, hasta que encontré refugio en el convento. Llegue a la mitad de la vida, a la edad en que Cristo fue crucificado.
Cuando al fin hicimos varias puntas para la lanza de San Miguel, logré calzarla en una vara de cedro, pero al comenzar a clavarla en el cuerpo del dragón, sentí lo mismo que cuando lo intentaba hacer en los estigmas del Cristo crucificado. El sacerdote forjador me dio un consejo que al conversar sobre ese dolor lacerante, guardara en secreto lo que sentía.
– Eduardo no comentes a nadie el dolor que sientes cuando intentas clavar los clavos en los estigmas de Cristo, y en la herida que San Miguel le hace al dragón apocalíptico, solo problemas te traerá decirlo, a veces es mejor callar para no inquietar a quienes nos rodean.
-Así lo hice, sabes, tampoco he podido contar lo que nos pasó en la Sierra Nevada de Santa Marta, a nadie en el pueblo y menos a mi familia, de hacerlo podrían pensar que lo mejor sería encerrarme en un manicomio.
En la familia están acostumbrados a ese continuo peregrinar en que se ha convertido mi vida, cuando les intenté decir que planeaba un viaje a los páramos más allá de la frontera, les inventé que iba a buscar unos aceites, yerbas para venderlas y hacer unos cobres, en lugar de eso iba tras las búsqueda del Díctamo Real, de la Yerba Dragón. Aunque nunca lo dije. Eso me había pedido Fray Bernardo, hasta un detallado mapa me dio.
Al llegar del largo viaje continuaba la vida de Fray Bernardo rodeada de libros, manuscritos y plantas. Cada vez se aislaba más de los pocos que lo rodeaban, su conducta recordaba la teoría geocéntrica de Ptolomeo, la que defendía a pesar de ser un absurdo. No sabíamos si se había convertido en su propio centro, estaba en comunión divina o había enloquecido.
– Si Copérnico –decía Bernardo- había demostrado que la tierra no era el centro del universo, Giordano Bruno afirmó que el universo es infinito y que todo centro era relativo, palabras por las que se había ganado la hoguera; pero en la práctica, después de cientos de años la humanidad seguía viéndose y sintiéndose aún como el centro de un universo finito y la tierra la percibe como su centro. Decía que ese era uno de nuestros grandes errores que impedían nuestra.
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