El Mago de la Niebla: Los mojanes del Páramo
En una de ésas Juan entre las piedras, encontró una cueva oculta que agrandó con gran esfuerzo. Se veían alrededor de ella pisadas y cagadas de conejos. Este hueco sólo es la gruta de unos conejos —pensó. Pero aun así siguió cavando. Pasó toda una tarde en eso. En El Potrero se preocupaban por él, como cada vez que se desaparecía entre páramos y, quiénes estaban de paso se preguntaban qué nueva locura se le habría ocurrido a ese inquieto paramero.
Compartía junto a ellos estas preocupaciones Epifania Gil, quien se convirtió en madre y amiga del Hombre del Tisure desde que decidió abandonar San Rafael del Páramo para internarse a esa soledad. Entre gotas de sudor que nublaban su vista, Juan fue extrayendo pesadas piedras hasta que hizo un hoyo por el que cabía. Al vencer su temor sacó de su bolsillo una vela de sebo gastada por el trajín, la prendió y entró a la gruta. Cuando penetró a ella su desilusión fue total, pero a pesar de ello siguió excavando y empezaron las ensoñaciones a dominar su imaginación y, con ellas, la fuerza de sus palpitaciones aumentaron.
—¿Quizás haya unas morocotas o un viejo ídolo de oro puro? —pensaba emocionado.
Al llegar al fondo de la cueva encontró algunos muñecos medianos de barro, recubiertos de onoto y petróleo. El tiempo había borrado las facciones y los colores de los atuendos de los antiguos muñecos. A su alrededor había varios envoltorios de algodón cubiertos de cenizas en el fondo de recipientes de barro, junto a restos de hojas de frailejón y semillas de cacao.
Eran ofrendas de los mojanes a los antiguos dioses, dueños de esas montañas, de quienes conocía poco y lo que sabía lo conocía por una sarta de historias sobre ellos contadas alrededor de los fogones. En ocasiones, Benigno se las contaba cuando llevaban el ganado a pastar. Mientras veía esfumarse sus ilusiones de haberse topado con un cofre de morocotas y, en lugar de ellas, estar ante muñecos de barro sin ningún valor, vino a su mente una querida historia de su padre sobre el origen de la nieve de los riscos, que recordaba a Caribay, la Eva de los marripuyes:
Eran aquellos los días de Caribay, genio de los bosques aromáticos, primera mujer entre los indios marripuyes, habitantes del Ande empinado. Era hija del ardiente Zuhé y la pálida Chía, y remedaba el canto de los pájaros, corría ligera sobre el césped como el agua cristalina y jugaba como el viento con las flores de los árboles.
Caribay vio volar por el cielo las enormes águilas blancas, cuyas plumas brillaban a la luz del sol, como láminas de plata, y quiso adornar su coraza con tan raro y espléndido plumaje.
Corrió sin descanso tras las sombras que las aves errantes dibujaban en el suelo; salvó los profundos valles, subió a un monte y a otro monte; llegó, al fin, fatigada a la cumbre solitaria de las montañas andinas. Las pampas lejanas e inmensas se divisaban por un lado; y por el otro, una escala ciclópea jaspeada de gris y esmeralda, la escala que forman los montes iba por la onda azul del Coquivacoa.
Las águilas blancas se levantaron perpendicularmente sobre aquella altura hasta perderse en el espacio. No se dibujaron más sus sombras sobre la tierra.
Entonces Caribay pasó de un risco a otro risco por las escarpadas sierras, regando el suelo con sus lágrimas. Invocó a Zuhé, el astro rey, y el viento se llevó sus voces. Las águilas se habían perdido de vista y el sol se hundía ya en el ocaso.
Aterida de frío, volvió sus ojos al oriente e invocó a Chía, la pálida luna, y al punto se detuvo la luna para hacer silencio. Brillaron las estrellas y un vago resplandor en forma de semicírculo se dibujó en el horizonte.
Caribay rompió el augusto silencio de los páramos con un grito de admiración. La luna había aparecido y en torno de ella volaban cinco águilas blancas refulgentes y fantásticas.
Y en tanto que las águilas descendían majestuosamente, el genio de los bosques aromáticos, la india mitológica de los Andes, moduló dulcemente sobre la altura su selvático cantar.
Las misteriosas aves revoloteaban por encima de las crestas desnudas de la cordillera y se sentaron al fin, cada una sobre un risco, clavando sus garras en la viva roca; y se quedaron inmóviles, silenciosas, con las cabezas vueltas hacia el norte, extendidas las gigantescas alas en actitud de remontarse nuevamente al firmamento azul.
Caribay quería adornar su corona con aquel plumaje raro y espléndido y corrió hacia ellas para arrancarles las codiciadas plumas, pero un frío glacial entumeció sus manos: las águilas estaban petrificadas, convertidas en cinco masas enormes de hielo.
Caribay da un grito de espanto y huye despavorida. Las águilas blancas eran un misterio, pero no un misterio pavoroso.
La luna se oscurece de pronto, golpea el huracán con siniestro ruido los desnudos peñascos y las águilas blancas despiertan. Erízanse furiosas y, a medida que sacuden sus monstruosas alas, el suelo se cubre de copos de nieve y la montaña toda se engalana con el plumaje blanco.
Esta historia siempre lo acompañó y la contó muchas veces a otros; al cumplir quince años conoció a un viejo indio llamado don Asunción Maraco, quien a veces hablaba en olvidadas lenguas de olvidados dioses. Los habitantes del pueblo recurrían a él cuando enfermaban para que buscara las hierbas que les devolviera la salud y cuando las buscaba se le veía hablar con las plantas de su huerto hasta encontrar la que necesitaba.
Sólo en situaciones extremas le llevaban al enfermo para que lo soplara o se riera de él, decía que así provocaba la huida de los señores de la muerte que luchaban por adueñarse del alma del enfermo. Lo buscaban también cuando las tierras se hacían estériles y él las fertilizaba con piedras sagradas sobre las que dibuja extraños símbolos para enterrarlas en los sitios donde las cosechas eran pobres. Los relatos de sus curaciones milagrosas habían pasado de boca en boca. Muchos cuentos que aún se cuentan en el páramo se habían tejido alrededor de Maraco y sus poderes.
Antes de iniciar cualquier curación tomaba sus ídolos en altares similares a los que Juan Félix había encontrado. Cuando iniciaba sus curaciones cubría al enfermo con hojas de frailejón y le colgaba collares de barro consagrados, mientras Víctor, su hermano, quemaba hierbas y maderas aromáticas para ahuyentar los malos vientos. En las aldeas y caseríos cercanos lo llamaban el Moján de San Rafael. En el pueblo simplemente lo llamaban Maraco. El padre de Mucuchíes era su enemigo, cada vez que llegaba a sus oídos que Maraco había curado a alguien, les recordaba en el sermón de la misa matutina que no trataran con los demonios ni con sus ídolos y, menos aún, con sus representantes terrenales, pues Satán, no en vano, salvaba la vida de alguien.
Benigno, en ocasiones, le habló a Juan del viejo Maraco antes de conocerlo, entre humo de fogón y vapor de guarapo. Y no podían faltar en esas conversas relatos de sus muñecos; el viejo decía que hacían huir las enfermedades y los malos espíritus. Al recordar aquellas palabras de Benigno, veía esas antiguas esculturas de barro con temor, le recordaban a Maraco el Moján de San Rafael del Páramo. Deseó destruirlas, pero el temor pudo más que el rencor. Al meditar sobre lo hecho sintió que había profanado algún santuario y si destruía esos muñecos podrían vengarse de él, de su familia y de Epifania ¡Desgraciada esa vaca descarriada que lo había hecho llegar hasta ese sitio!
Con estos pensamientos entre ceja y ceja comenzó a tapar con piedras y tierra la cueva. Al terminar se dio cuenta de que algunos de los envoltorios de algodón, cacao y tabaco encontrados en la gruta eran recientes. Eso significaba que los parameros habían hecho ofrendas también. Tras preguntar a varios de sus amigos en El Potrero le confesaron que los envoltorios eran ofrendas a los espíritus y duendes del páramo para que los protegieran del mal tiempo. Con una mirada relampagueante y el ceño fruncido, les respondió Juan:
—Ésas son cosas del demonio ¿saben? Y todos le devolvieron una mirada de reprobación…
Algunos de los muñecos eran antiguos, representaban a ancestrales dioses; pocos recordaban sus nombres y alrededor de ellos se tejían leyendas y creencias. Ante la fuerte persecución de los misioneros, de todo lo que recordara a esos olvidados dioses sólo les quedó a los aborígenes esconderlos en cuevas y escondrijos recónditos. Varios siglos atrás, durante un tiempo de fanatismo religioso, uno que otro Moján fue flagelado en la plaza de Mérida. Pero, a pesar de la Iglesia y los dominicos, no pudieron destruir esas antiguas tradiciones que con el tiempo se abrazaron con la religión de los conquistadores.
Cuando Juan estaba a punto de terminar de tapar la cueva recordó una historia, contada por su padre, sobre la persecución a un moján juzgado porque decían que tenía poderes para detener las crecidas de ríos y lagunas, devolver la fertilidad a la tierra y curar los hechizos.
Uno de estos mojanes vivió algún tiempo cerca de la laguna de Urao, porque uno de sus muñecos le dijo que ésta se transformaría en una gigantesca culebra. Para evitarlo realizó un ritual en una explanada, rodeado de cuatro gigantescas huacas entre las cuales invocó a los espíritus lunares para que evitaran tan terrible transformación. Al acabar el hechizo, el moján cayó exhausto sobre la explanada cubierta de frailejones por el esfuerzo que había realizado para dominar a esas misteriosas y oscuras fuerzas; durmió durante varios días seguidos entre niebla y rocío, hasta que una mañana finalmente despertó de su profundo sueño; para su sorpresa, se encontró amordazado y con un pesado cepo rodeándole cuello, y junto a él sólo encontró torvas miradas de varios dominicos que lo llevaron, sin darle ninguna explicación, hasta la plaza de Mérida, donde lo flagelaron y lo soltaron al ver que no gritaba ni parecía sentir ningún dolor ante la crueles torturas a las que lo sometían…
El pueblo había olvidado aquellas persecuciones, que fueron pocas, pues la Santa Inquisición en Venezuela no tuvo mucha presencia y las misiones hicieron poco para erradicar las antiguas creencias; por eso los parameros seguían ofrendando frailejones, cacao, comidas y tabaco a sus antiguas deidades en lagunas, montañas, cuevas y huacas. La preocupación de Juan se acentuó cuando tomó conciencia de lo que había hecho al desenterrar los muñecos de barro. Pensó llevar al cura de San Rafael al sitio para que lo bendijera con agua santa y expulsara a esos antiguos espíritus. Pero cambió de parecer y simplemente esperó que el tiempo decidiera.
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