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El Mago de la Niebla: La muerte por Amor

Continuamente pensaba en lo que debió haber sentido Jesús, en las profundidades de su alma, ante el desamparo, cuando fue negado hasta por sus queridos discípulos.
domingo, 06 junio 2021
Cortesía | No compartía todas las creencias de su familia y llegó a tener una visión muy personal de la vida de Cristo

Juan Félix entre tanto seguía creciendo. A Benigno le inquietaba la mirada que empezaba a nacer en el rostro de su hijo, le recordaba las inquietudes que habían palpitado en él. Ese profundo anhelo de vivir intensa y profundamente que aquel empedrado pueblo le impidió realizar, le hacía tejer en sus ensoñaciones aventuras que nunca llevó a cabo e ideas que nunca realizó.

Las idas frecuentes de Benigno a El Potrero lo llenaban de sosiego haciéndole olvidar tanto trabajo. Para adormecer esa punzante energía decidió ampliar la casa de San Rafael del Páramo; sería un trabajo agotador que sepultaría por un tiempo ese constante fantasear que lo devoraba.

Una de las causas por las cuales el padre evadía al hijo era la identificación que sentía con esa alma gemela. Temía que el continuo contacto con él desbocara lo que había frenado por tanto tiempo; Vicenta comprendía esto y lo sobreprotegía de los desplantes de su padre. Así se transformó en el consentido de la matrona quien, con su amor, también le transmitió su devoción por la Virgen.

Desde su infancia Juan vio a Vicenta postrada ante su altar rezando a la Virgen y a un Cristo de bulto desconchado cuyas facciones no concordaban con lo que su madre le había contado de la vida de Jesús. No veía en ese rostro dolor, ni los sentimientos que se suponía debía expresar la imagen de alguien que había sido abandonado por todos, incluso por los que días antes, lo recibieron con hosannas y palmas en sus manos y, días después, lo crucificaron sin el menor remordimiento.

—La verdad es más fuerte que la mentira, no lo olvides. Vivir en la mentira es morir en vida. Jesús aceptó sin pestañear la muerte para demostrar la fuerza del amor y borrar nuestros pecados —le repetía una y otra vez.

Continuamente pensaba en lo que debió haber sentido Jesús, en las profundidades de su alma, ante el desamparo, cuando fue negado hasta por sus queridos discípulos. Al observar el rostro de yeso al cual su madre rezaba, nada venía a su mente de esos sagrados acontecimientos.

Por ello, desde temprana edad, le tomó aversión a las imágenes de bulto de Cristo. Así comenzó a crecer en él el deseo de representar ese drama con sus propias manos.

No compartía todas las creencias de su familia y llegó a tener una visión muy personal de la vida de Cristo, del amor al prójimo y de la devoción. Para él, el amor a Dios y a sus criaturas debía ser concreto y palpable; no comprendía un amor basado en un ritual sino en el hacer. Le costaba entender cómo se adoraba a Dios en las iglesias y no se veía su huella en cada ser sufriente, en cada piedra, en cada árbol, en cada hoja, en cada riachuelo, en cada montaña, en cada nube, en cada noche tormentosa, en cada amanecer…

Benigno intentó enseñar a sus hijos a leer y a escribir a través de lecturas bíblicas que Vicenta les leía con regularidad; Juan las conocía al dedillo. Una tarde, mientras Benigno enseñaba a sus hijos, Juan se dio cuenta de que su padre se había equivocado en la lectura porque conocía esos textos de memoria e ingenuamente le preguntó por la línea saltada y algunas dudas sobre lo leído. Al hacerlo desató la furia de su padre que se sintió menospreciado y descubierto lo mal lector que era.

– Con la inocencia propia de un niño, le preguntó:

—Taita, ¿por qué Jesús para demostrar su amor tuvo que dejarse matar? No se le ocurra imitarlo, ¡sabe! lo queremos mucho.

Esto fue para Benigno el empujón de algo que había estado evadiendo y comprendió todo lo que podía crecer en su hijo si no se corregía a tiempo; esas cándidas dudas se podían convertir con el tiempo en tormentosas angustias tal como a él le había ocurrido.

Por esta razón lo envió a la escuela a los siete años. Era 1907. Juan siempre pensó que esa decisión había sido provocada por algún incidente, pero nunca logró acertar a saber que había provocado tal reacción. Uno de ellos había ocurrido días antes, cuando el taita explicaba a Florentino, su hermano mayor, cómo pronunciar ciertas palabras en las que tenía dificultad y Juan quiso ayudarlo.

Ante esta interrupción estalló con uno de sus típicos arranques, pero sólo fue una excusa para salir del aprieto en el que se había metido al prometer a Vicenta enseñar a los muchachos a leer, tal como había hecho su padre con él, y la verdad era que el solo reconocía una que otras palabras.

Su hijo interpretaba todo con ingenuidad, no comprendía lo que pasaba con su padre. Afortunadamente, Benigno tenía buenas referencias de Ramón Zapata. Seguramente —pensó Benigno— en la escuela sabrían enseñar a leer bien y darle disciplina. Al conocer aquella decisión, sintió temor.

Entre los niños de San Rafael del Páramo el maestro era temido por los castigos a los que sometía a sus alumnos cuando menos lo esperaban. Por ello, sintió terror cuando conoció a don Ramón; en su rostro era fácil notar la severidad que lo caracterizaba y pudo darse cuenta después de que no sólo era apariencia.

Cuando fue presentado al maestro del pueblo en el llamado Llano de Trigo, un leve temblor atravesó su cuerpo de la cabeza a los dedos de sus pies. Su hermano mayor lo percibió, pero a Florentino no le preocupaba aquello, le era indiferente lo que ocurriese, siempre fue tranquilo y poco asustadizo. El maestro se percató de lo que le sucedía al niño de los Sánchez. Aprovechó la primera impresión para intimidarlo y conseguir que se acogiera sin pestañear a la disciplina.

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