El Mago de la Niebla: El henoch del páramo
El camino que cruza San Rafael de Mucuchíes de extremo a extremo era mudo testigo del continuo trajinar de mulas cargadas de trigo y papa; en el siglo xv fue recorrido por el lento y ambicioso paso de los conquistadores.
Allí se enfrentaron a los indígenas mucuchíes, quienes al no poder vencer con su valor y sus macanas al templado acero, se refugiaron páramo adentro; dos siglos después pasó El Libertador con el ejército independentista. Desde él se ve el río Chama y el sol en su diario peregrinar transfiguraba en un tapiz de tonos, ese trajinado camino de tierra y piedra apisonado por el tiempo, hoy cubierto de asfalto.
Una mañana de 1912, cuando el cielo relumbraba de un enceguecedor azul y la espesa niebla empezaba a bajar del páramo, salió mano Wecelao de su casa; su peregrino deambular se transformaba en un acontecimiento que conmocionaba al pueblo, rara vez salía de las tejas y tapiales que lo aislaban.
Se enclaustraba durante semanas rezando y murmurando oraciones tirado entre los surcos del sembradío de su caserón, como una semilla enterrada en la tierra, cuando despertaba de su trance tenía la mirada perdida, el rostro desencajado. En su hogar evitaban ver sus relampagueantes ojos, lo trataban como si fuera una errante sombra.
A Juan Félix le resultaba odioso pasar frente a los tapiales donde vivía el profeta del pueblo porque no lograban silenciar sus rezos. Pocos se imaginaban que ese jueves de resurrección saliera a profetizar el Henoch de San Rafael.
Hacía semanas que oraba y callaba, sólo se dejaba ver entre páramos e iba de un lado a otro como enloquecido, hiriendo con su flameante mirada a quien encontrara en su camino. Al llegar a la plaza se devolvía corriendo a su caserón, mientras iba persignándose con gestos nerviosos.
El temor dominaba a quienes veían al poseído con el rostro lívido, ojos saltones y enrojecidos, eran la ventana a su atormentada alma que existía en otro mundo. Todos al verlo se preguntaban qué estaría viendo Wecelao Moreno.
Cuando se enconchaba dentro de sí, veía trincheras, destrucción, guerra… De sus visiones la que más le aterraba eran unos morrocoyes gigantes que escupían fuego, sembrando la tierra con muerte y desolación dejando a su paso huellas sangrantes.
No comprendía el significado de ese Apocalipsis que le robaba el sueño, ¡sólo muerte y dolor!…, sólo sangrientas guerras de la humanidad contra la humanidad. Al meditar sobre ellas, recordaba el Apocalipsis de San Juan y los bíblicos signos que señalarían el juicio del Señor; cuando encontraba coincidencias entre sus alucinaciones y la Biblia se le oía gritar:
—¡Perdónanos Señor!, ¡aléjanos del mal!
Surgían en él las dudas que devoraban a Cristo antes de la crucifixión, mientras sus discípulos dormían de manera desenfadada en el jardín de los olivos y él oraba para que Dios alejara de sí ese doloroso cáliz.
Para exorcizar esas visiones que lo aguijoneaban se enclaustraba a rezar durante días en su casa, rogándole a Cristo piedad por la humanidad. Cuando las oraciones dejaban de brotar de su reseca boca empezaba a llorar. Nadie en su hogar ni en el pueblo podía ocultar su temor ante los ataques de locura profética del viejo.
En los días santos acostumbraba a profetizar, como ese Jueves Santo de 1912, salió con el sol de su caserón; murmuraba fragmentos del Apocalipsis de San Juan.
Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo en el cielo un profundo silencio. Vi a los siete ángeles que están en la presencia de Dios: Se les dieron siete trompetas. Otro ángel vino y se puso delante del altar, con un incensario de oro con muchos perfumes, para que los ofreciera con las oraciones de todos los santos… El humo de los perfumes subió, con la oración de los santos… Después el ángel tomó el incensario, lo llenó del fuego del altar y lo lanzó sobre la tierra. Y hubo truenos, voces, relámpagos y un terremoto. Y los siete ángeles que tenían las siete trompetas se prepararon para tocarlas…
Mientras más releía el Apocalipsis su desesperación aumentaba, veía sellos rotos y alados ángeles tocando flamígeras trompetas por donde pisaban sus cotizas: ese Jueves Santo en la plaza frente a la iglesia los mucuchienses jugaban con un trompo de la suerte que tenía labrados números en sus lados y lo usaban para divertirse y apostar vasos de miche recién salido del alambique del Cambote: esa mañana, cuando estaban haciendo sus apuestas, apareció el viejo barbado y causó una incómoda sensación, subía lentamente a la plaza, iba en búsqueda del ombligo del pueblo.
Su barba, poblada por blancas hebras, flotaba como ceniza por la fuerte brisa, se vestía con un traje negro cubierto por una deshilachada cobija que cubría su flaca y desgarbada figura. Entre las manos asía con fuerza un báculo. Lo había tallado de un tronco de cedro, pues había leído en el Viejo Testamento que todos los profetas tenían uno desde tiempos de Moisés, y él se veía a sí mismo como un profeta a la búsqueda de la inspiración divina. Nadie imaginaba qué nuevo toque de locura le habría dado; a su paso oía como lo llamaban:
—¿Cuáles son las nuevas del pueblo, pa´ echarnos a perder este Jueves Santo?
Al sentir su cercanía y ver su alucinada mirada, los reunidos en la plaza se dispersaron y dejaron al trompo de la suerte girando para dejarlo pasar, pero el trompo, al chocar con los pies del profeta, hizo que casi se cayera y esto lo enfureció. En esos momentos de furia profética les recordaba a Ezequiel y sus desesperados gestos cuando la ira del Señor atenazaba su boca.
El cura del pueblo hablaba mucho de él en sus sermones. El domingo anterior a la aparición de Wecelao, había mencionado en la homilía a Ezequiel; parado en el púlpito, con la sotana negra surcada de arrugas y manchas de chimó, hablaba esa mañana de los profetas que traían escondida en su ser la palabra de Dios.
Recordó que Jesús fue un profeta y había traído una Buena Nueva que todos debían conocer y, como sabía lo olvidadizos que eran, les recordó algunos fragmentos de los Evangelios Apócrifos de Tomás, que a los campesinos y sus familias les parecían incomprensibles trabalenguas en lugar de santas palabras:
Jesús vio a unos pequeños que mamaban. Dijo a sus discípulos: estos pequeños que maman son parecidos a los que entran en el Reino. Ellos le dijeron: entonces volviéndonos pequeños, ¿entraremos en el Reino? Jesús les dijo: cuando hagáis de dos uno y cuando hagáis lo que está dentro como lo que está afuera y lo que está fuera como lo que está dentro, y lo que está arriba como lo que está abajo, y cuando hagáis el macho con la hembra una sola cosa, de modo que el macho no sea macho y la hembra no sea hembra, cuando hagáis ojos en vez de un ojo entonces entraréis al Reino.
Ante estas palabras, que aspiraba el párroco fueran una guía para entrar al reino celestial, todos se descorazonaron. Pero al ver a Wecelao, se arremolinaron a su alrededor porque sus palabras sí les llegaban al corazón y deseaban que rompiera su silencio, para oír sus alocadas profecías. Esa mañana al llegar a la plaza no se sentó en el banco que acostumbraba sino que se mantuvo parado y se montó encima de él. Sin que nadie lo esperara, con profunda y tronante voz, las palabras brotaron de su boca:
Llegará un tiempo en que morirá la inocencia.
No habrá para los padres hijos buenos,
ni para los hijos padres buenos.
Mientras estamos aquí sentados perezosamente
la impiedad domina.
Se preparan las huestes del Leviatán,
gozará al asesinar y devorar a naciones enteras;
la tierra por soberbia será ahogada en sangre,
se pecará contra el gusano, el ave, la madre y el niño.
Crearán máquinas infernales
que rodarán vomitando fuego,
y volarán como gigantescos águilas,
desgarrando lo que encuentren
y causarán heridas mortales,
entre nauseabundos y pestilentes olores,
la muerte nacerá entre oscuras trincheras.
Y gélidos arenales,
Las voces de la muerte no serán sepultadas por la distancia,
llegarán a todos los rincones de la tierra,
gemirán en cajones parlantes.
Llegará la hora en que habrá mucha plata
y nada que comprar.
Solamente la gente que huyera hacia montes estériles,
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