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El Mago de la Niebla: Duendes del Páramo

Los parameros sacaron chimó de los bolsillos mientras se santiguaban, lo envolvieron con hojas de frailejón y lo pusieron arriba de un mojón cercano. Sólo después de esto se atrevieron a caminar a través de la niebla y de la garúa a una cueva cercana.
domingo, 09 mayo 2021
Cortesía | Él estaba mirando pa’ otro sitio, cuando lo empujamos y cayó pa’ bajo

Había oído a los parameros hablar de la existencia de maléficos duendes que vivían dentro de ciertas rocas. Por las mañanas, mientras se calentaban los peones en el fogón, era común oírlos conversar y cada quien daba su versión sobre el origen de mágicas piedras.

Desde niño estaba oyéndolas. Cuando iba con la peonada a cuidar el ganado, ciertos lugares eran evitados y en otros se paraban a tirar piedras que llevaban consigo; con el tiempo se creaban montículos.

Cuando los caminos se hacían largos, Juan se distraía adivinando sus formas, pero cuando volvía a pasar por el mismo sitio e intentaba reconocerlas no podía, pues habían cambiado completamente.

Una tarde, mientras caminaba con la peonada cerca de El Castillo, el clima comenzó a cambiar de manera repentina. El sol radiante se ocultó y una espesa niebla, acompañada de fuertes ventiscas, cubrió todo. El grupo que lo acompañaba se detuvo pues no se atrevían a caminar en esas condiciones. Así tuvo la oportunidad de conocer una vieja costumbre.

Los parameros sacaron chimó de los bolsillos mientras se santiguaban, lo envolvieron con hojas de frailejón y lo pusieron arriba de un mojón cercano. Sólo después de esto se atrevieron a caminar a través de la niebla y de la garúa a una cueva cercana.

Al llegar a El Potrero, curioso por lo que vio, preguntó a Teófilo, un robusto peón, por qué habían hecho eso, pero éste se hizo el que no oía. Juan le gritó reclamándole una explicación. Ante esto, simplemente le dio la espalda y se fue con su guarapo caliente entre las manos.

Por la noche, cuando Benigno se recostó, volvió Teófilo y se sentó junto a Juan, cuando se calentaba en el fogón, con una taza de guarapo vacía. Estaban sentados en un banco de madera tratando de secarse las cobijas y las botas; Juan se encontraba sumergido en sus pensamientos. Por eso se sorprendió cuando alguien le habló susurrándole. Al voltear, se dio cuenta de que era Teófilo.

—Ahora, ¿qué mosca le picó a usted? Pensé que había perdido el habla.

—Perdone Juan por asustarlo, ¿no ha oído, joven Sánchez, en ocasiones, extrañas voces entre los páramos? Algunos dicen que son el susurro del viento al acariciar las piedras y matorrales. Nosotros sabemos que son las voces de los duendes del páramo que intentan encontrar quien los escuche. Cuando vuelva a escucharlos, siga caminando o montando. A pesar de esto, si desea arriesgarse, deténgase y oiga con atención. Si está atento escuchará palabras que podrían transformarse en fuente de su desgracia, seguramente lo hechizarán. Y le podría suceder lo que a Aquilino, quien en vez de seguir su camino cuando oyó estos lamentos, prefirió pararse a ver si escuchaba algo. Ese hombre era recio y vivía con mucha calma. Cuando lo cogía la noche por ahí no temía a nada ni a nadie, se arrimaba a cualquier peñón cercano para recostarse y pegaba el ojo en un parpadear. Siempre que venía por estos caminos se la pasaba componiéndolo, como si no tuviera otra cosa que hacer, quitaba las piedras rodadas por las lluvias y el trajinar de las bestias y las ponía otra vez en su sitio.

—Aquilino era un hombre tan tranquilo —continuó hablando Teófilo— el tiempo no contaba para él. Imagínese que se iba a buscar pescado seco para la Semana Santa, partía más o menos en febrero, mucho antes de la resurrección del Señor, y volvía tranquilamente después de las fiestas. Se iba a Barinitas en busca de pescado salado, haciendo la travesía por el camino que pasaba por el río de los Muñecos y seguía por el filo de la montaña a San Benito, al caserío de los Negros, a San Antonio y, por último, llegaba a Barinitas.

—¡Oiga Juan!, era ése un hombre con tal calma, que cada paso que daba en su vida lo ponderaba. Otra de sus curiosidades era cuando subía a San Rafael después de haber ido a San Benito con sus bestias a buscar alimentos de las tierras calientes, ¿sabe usted que no vendía la mercancía? No, él se paraba de cada casa en casa, como siempre, con la cobija deshilachada y las cotizas a punto de romperse y preguntaba:

—¿Tiene ahí una vasija para que me la dé?

Si a quien preguntaba sacaba la vasija cuando se lo pedía, se la llenaba de café, maíz, aguacate, plátano, casabe… A él no le gustaba vender para nada. Así, caminando, se iba hasta Peraza. De regreso volvía a pasar por las casas y de cada una salía alguien con una vasija para darle algo en trueque. Era tal la calma de Aquilino, que un día nos fuimos por la cascada de Leñatal pa’ bajo por aquí por El Potrero. Po’ allá a ver que se veía, y él se fue alante machete en mano, íbamos varios amigos acompañándolo. En un punto donde se encontraba una peña bastante alta, nos pusimos a mirar pa’ ver cómo bajarnos.

Él estaba mirando pa’ otro sitio, cuando lo empujamos y cayó pa’ bajo. Cuando llegó entre vuelta y vuelta hasta el fondo del zangón, sólo dijo sonriendo:

—Ya, bajé con unos cuantos magullones de más, ahora Teófilo, ¿a ver cómo bajas sin que nadie te empuje? Ese mismo hombre, un día se atrevió a oír el murmullo de los duendes del páramo, sólo algunas palabras nos llegó a contar de lo que le sucedió. Esa tarde de noviembre había visto entre la niebla unos hombrecitos montados sobre las piedras, cabalgándolas mientras cantaban, y comenzaron a giran alrededor de él hasta que cayó dormido. Sólo le diré que, sin saber cómo ni cuándo, apareció en otro páramo a varias jornadas de camino. Al despertarse no pudo reconocer el sitio donde se encontraba, ¿cómo iba a hacerlo si estaba en un lugar que nunca parameó? Cuando pudo dominar la angustia, se orientó por el sol y así pudo saber que estaba en las cercanías del llano de Mucubají. Tras varios días de caminar sin agua ni comida el tiempo comenzó a cambiar, los días se hicieron fríos, húmedos y neblinosos; el sol se ocultó al igual que las esperanzas de salir con vida de ese percance, había aceptado ya su muerte. Si no hubiera sido por una cuadrilla de baqueanos que buscaban reses perdidas por esos páramos, nadie hubiera oído sus lamentos; al oírlos comenzaron a buscarlo, nunca más su familia lo hubiera vuelto a ver si no lo hubieran encontrado. Lo que vieron al encontrar al desdichado Aquilino fue terrible, estaba rodeado de hombrecitos espectrales que le impedían ver el camino. Se salvó gracias a que uno de los baquianos tuvo el suficiente valor de lanzarse encima de él antes de que se cayera a un precipicio. Los despojos de su ropa estaban hechos jirones, el cabello había encanecido, la baba fluía de su boca a borbotones y durante algún tiempo estuvo sin poder articular palabra alguna. La cobija que lo cubría contra el frío había casi desaparecido y estaba casi en camisa y calzones. Oiga esto de lo ocurrido poco quiso contar; cuando se atrevió a hablar envalentonado por el miche, amaneció maltrecho y maldiciendo la bebida. Esa noche se acusó a sí mismo de soberbio por no haber tirado las piedras bendecidas con agua santa y no haberse santiguado ante las huacas del Camino Real. Decía una y otra vez que por eso los duendes y espíritus malignos del páramo lo molestaron. Se recriminaba también por haber escuchado las voces de los duendes, quienes burlándose de él, lo durmieron, llevándolo a un sitio lejano para que, al morirse entre los páramos, sin sepultura, se transformara en uno más de ellos.

Cada vez que Juan se encontraba con uno de esos montículos dispersos en el páramo, lo relacionaba a esas antiguas creencias y llegó a tomarles aversión. Con el tiempo encontraría la manera de que esas espinas de piedra, nacidas de ancestrales leyendas, recordarán a los parameros a Cristo y a la Santísima Virgen.

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