El Mago de la Niebla: De la tierra a la luna
A pesar de verlo dominado por tal locura, con el tiempo, la gente de Llano de Trigo comenzó a verlo como un profeta; cuando eso ocurrió el joven Sánchez acababa de cumplir dieciocho años y habían comenzado a llegar a ese apartado pueblo del páramo gente de diferentes regiones de Venezuela para conocer, de su propia boca, las profecías del Henoch andino.
De ahí en adelante Wecelao, a diferencia de Ezequiel, el divino amordazado, tomó la costumbre de romper su silencio en cualquier parte y escogía los momentos menos esperados.
Para muchos era un farsante, un devorador de revistas y folletines, pensaban que en ellos encontraba inspiración para sus flamígeras palabras. Pero la verdad era que Wecelao no tenía ningún contacto con el mundo exterior, sólo leía el Apocalipsis de San Juan y el Viejo Testamento. El libro santo se lo había regalado su madre y era famosa por ser del tamaño de la enjalma de una bestia.
Juan, a diferencia de Moreno, sí había tenido noticias de lo que ocurría más allá de su neblinoso pueblo, donde inventaban máquinas que causaban admiración.
Recibía constantemente en casa de su padre visitas de familiares de Maracaibo que, a sabiendas de su afición por las revistas, periódicos y cajas de fósforos, le traían siempre algunos de esos objetos que coleccionaba.
En su cuarto tenía montones de revistas, periódicos de diversos estados y países colgados en la pared ensartados en afilados ganchos que le había regalado a su padre un carnicero de Mucuchíes; las cajas de fósforos las tenía ordenadas en unas repisas de madera hechas por él.
Durante días soñaba con las imágenes impresas en esas cajas, entre sus predilectas estaba la serie de globos dirigibles para navegar, en forma de peras, envueltos en coloridas redes que sostenían curiosas barquillas de las que pendían, como lágrimas, sacos de arena y anclas.
Era una serie de cajas de fósforos francesas que tenía impresa estampas en homenaje a los hermanos Montgolfier, cuando el 2 de junio de 1782, sin proponérselo, vieron sorprendidos elevarse varios sacos de harina de trigo que se encontraban colgados encima de una fogata; esa experiencia fue la chispa para que un noviembre de 1783 los llevó a navegar los cielos por seis horas y a más de setecientos metros de altura en vistosos globos aerostáticos.
Cerca de esta serie de cajas de fósforos había otra de aviones de la Primera Guerra Mundial que cambiarían la historia de la humanidad.
En su imaginación creaba un caleidoscópico futuro en el que sus inquietudes se entremezclaban algunas de las novelas de Julio Verne, ilustradas con grabados de los inventos imaginarios que alucinaban al escritor, las cuales había pegado, con clavos para herrar, en una de las paredes de su cuarto que daba al río Chama.
Destacaba entre las ilustraciones el submarino Nautilos, atrapado entre los tentáculos de un descomunal pulpo, uno de los personajes de la novela de Verne Veinte mil leguas de viaje submarino. A su lado estaba colgada la nave espacial en forma de gigantesca bala, de la obra De la Tierra a la Luna.
Estas lecturas lo motivaron por la senda de la invención. Él, como muchos venezolanos de su generación, debido al aislamiento y a la falta de comunicación que había en ese entonces en Venezuela, tuvo que empezar muchas veces desde cero, tal como ocurrió con don Luis Zambrano, querido amigo de él que vivía en Bailadores, quien redescubrió entre juegos las leyes de la física.
Deseaba ser inventor de máquinas productoras de energía para transformar su poder en luz, calor y movimiento, como lo hizo.
Para el futuro Hombre del Tisure, Wecelao era un farsante conocedor de las invenciones del siglo y se las daba de profeta. Lo que no podía negarle era que su vida transcurría en una constante búsqueda de inspiración divina y santidad. Cuando lo oía hablar, sus palabras lo herían como el fuego, y le era difícil olvidarlas; aunque siempre dominaba su escepticismo cuando pensaba en él.
Lo que le incomodaba del Henoch de San Rafael era que inquietaba a todos llenándoles la cabeza de lunas sangrantes y jinetes alados con relucientes espadas entre sus manos revoloteando como buitres sobre sus cabezas. Todo lo que fuera progreso y tecnología, para el profeta eran objetos satánicos. Las profecías de Wecelao desdibujaban el futuro, atemorizando a todos.
Sin saberlo se reconocía en Wecelao, de ahí su resistencia a él y el porqué ocultaba las visiones que lo dominaron a sus compañeros.
Aun despierto comenzaba a ver extraños y misteriosos paisajes de páramos cubiertos de frailejones, abiertos al verdor de bosques y pastizales, surcando el cielo veía gigantescos cóndores. El mar, otra de las imágenes fijas en él, se le mostraba, noche tras noche, en sueños y ensoñaciones.
Se veía dentro de un barco azul similar a un trirreme con una gorgona en la proa, surcando la mar transparente y profunda: deseaba transformar esas visiones en realidad.
Cuando estas ensoñaciones lo invadían de día se sentía confundido, le costaba distinguir entre la realidad y la irrealidad. Por eso decidió pintar sus fantasías en una de las paredes de su cuarto, sentía que sólo de esa manera podía cristalizar sus visiones y enfrentarlas.
Así, sin más, comenzó a dibujar en su cuaderno el mural que planeaba pintar; al intentar pasar las imágenes a la pared, el blanco lo inhibía a rellenarlo con líneas y colores. Para escapar a esa angustia, tomó la decisión de hacer en lugar de pensar, y el primer paso de ese hacer fue ir a la pulpería a comprar almagre y añil.
Anhelaba trabajar en el mural sin interrupciones y debía poner una cerradura en su puerta que le permitiera echar llave a su cuarto, pero antes debía convencer a Vicenta, y no sería nada fácil, pues a su madre le gustaba entrar de manera sorpresiva para acariciarle la cabellera o contarle algunos de los cuentos que corrían de boca en boca en el pueblo.
Cuando pidió a Vicenta unos reales para comprar los pigmentos, ésta, para su sorpresa, no puso ninguna objeción y aprovechó para mandarlo con urgencia a la pulpería a comprar panelas de papelón.
Al caminar por el empedrado camino a la pulpería, las tapias de la calle mostraban sus rugosidades creadas por el viento y la lluvia, disfrutaba al sentir su tacto y jugaba a intentar encontrar las formas que se escondían entre las corroídas texturas de esos tapiales, mudos testigos del paso del tiempo. El pasear por el pueblo se transformaba en una experiencia, mientras su mente creaba otros mundos.
Ese día, entre desmembrados muros, imaginó el mar que reflejaba el cielo como un espejo sin ondulaciones, surcado por una maltrecha goleta cubierta por algas que ocultaban su nombre: La Hispania; tenía el velamen deshilachado, el timón era guiado por un pirata con una pata de palo y, al deslizarse, no dejaba la quilla ninguna huella sobre la superficie de océano.
Era una imagen que le recordaba a las descritas por su maestro al comentarle La isla del tesoro de Robert Stevenson; en esta visión los despiadados piratas se confundían con los recuerdos y oía la voz de don Ramón hablándoles de una isla llamada La Tortuga donde se escondían piratas, filibusteros y bucaneros, lejano pedazo de tierra en medio del mar.
Rodeada de inquietas aguas, esta isla, en los juegos de historia, acostumbraba el maestro a mezclarla con del relato que retuvo a Ulises el mañero cuando iba de regreso a Ítaca tras lograr traspasar las murallas de Troya con su ingenio, con quien se identificaba, pues era ingenioso y hacedor tal como anhelaba ser.
Sonreía al recordar la jugarreta inventada por Ulises para burlar las impugnables murallas de Troya, construidas por Apolo y Poseidón; había logrado entrar a la ciudad junto a su tropa dentro de un gigantesco caballo de madera en el que se escondía el aguijón de la destrucción de la divina ciudad; por la noche, cuando todos dormían, salieron del vientre del caballo, abriendo las puertas de Troya; tras el triunfo Ulises se dirigió a su amada Ítaca en búsqueda de su esposa, la fiel Penélope, y de su hijo Telémaco; antes de reunirse con ellos debía cruzar el tempestuoso océano.
Al molestar al Dios del mar, tuvo que enfrentarse a su cambiante carácter. ¡Cómo hubiera querido Juan acompañarlo en su travesía! Habría…
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