Opinión

Se les pueden llamar aguas turbulentas

Si Trump anunciara la operación como una cruzada para derrocar al gobierno venezolano, el éxito o fracaso del esfuerzo quedaría atado de forma directa a un resultado concreto: un cambio de administración.
viernes, 05 septiembre 2025

La reciente crisis en el Caribe, enmarcada en lo que Estados Unidos presenta como una operación contra el narcotráfico, ofrece más capas de lectura de las que a primera vista parecen. Aunque la cara más visible del discurso ha sido el senador Marco Rubio, la iniciativa se le atribuye inevitablemente a Donald Trump, cuya influencia sigue marcando la política exterior norteamericana. Sin embargo, detrás de la narrativa pública, lo que observamos es un manejo calculado de expectativas, diseñado para evitar que Washington quede atrapado en un callejón sin salida.

Una de las razones por las cuales esta operación se presenta como parte de la lucha contra el narcotráfico, y no como un intento frontal de propiciar un cambio político en Venezuela, radica precisamente en la flexibilidad que otorga ese encuadre. Si Trump anunciara la operación como una cruzada para derrocar al gobierno venezolano, el éxito o fracaso del esfuerzo quedaría atado de forma directa a un resultado concreto: un cambio de administración. Ese tipo de narrativa condiciona a la Casa Blanca a un desenlace específico que, de no cumplirse, inevitablemente se transformaría en derrota.

En cambio, enmarcar la intervención en el terreno del narcotráfico permite a Estados Unidos mantener el control sobre la duración, la intensidad y el desenlace de la operación. El combate a las “redes criminales” en el Caribe no depende de una fecha exacta ni de un hito puntual, sino que se concibe como una lucha continua, con logros medibles en incautaciones, detenciones o despliegues armados. De esa forma, Washington puede determinar unilateralmente cuándo considera que sus objetivos han sido cumplidos y dar por cerrada la crisis en sus propios términos.

Pero este manejo estratégico de expectativas también tiene efectos en la política interna estadounidense y en la venezolana. Marco Rubio, al haber asumido un rol protagónico en el discurso sobre Venezuela, se convierte en el fusible que absorbe los costos de un desenlace que no concrete un cambio político. Si la narrativa de la “presión máxima” vuelve a naufragar, el desgaste recaerá en su figura, no en la de Trump. Esta dinámica, lejos de ser accidental, parece responder a una estrategia que fortalece a JD Vance, el delfín político que Trump quiere proyectar hacia el futuro, mientras Rubio queda relegado y golpeado por un fracaso que le será difícil sacudirse.

La oposición venezolana también queda atrapada en este juego de expectativas. Una parte de su base ha depositado sus esperanzas en que un actor externo, en este caso Estados Unidos,

logre acelerar el cambio político que ellos mismos no han podido conquistar. Pero esa apuesta es peligrosa: si la operación no se traduce en un quiebre interno o en un cambio de gobierno, las desilusiones se multiplicarán, y el costo lo pagarán los liderazgos que han vendido esa narrativa de dependencia externa. Para una oposición ya fracturada y debilitada, un nuevo golpe de credibilidad puede resultar letal.

En el fondo, lo que observamos es un tablero donde Trump juega con varios tiempos a la vez: evita comprometerse a una promesa que pueda convertirse en un fracaso medible, protege su capital político de cara a los mid-termos del 2026 y la siguiente presidencial del 2028, y al mismo tiempo desgasta a aliados circunstanciales que ya no encajan en su estrategia a futuro.

Venezuela, una vez más, aparece como pieza útil en una estrategia que no tiene como prioridad la solución de nuestra crisis, sino el posicionamiento de actores en el ajedrez norteamericano. El problema de estas aguas turbulentas es que, cuando se calmen, lo que quedará a flote no será un cambio político para Venezuela, sino un saldo de desgaste para quienes siguen apostando todo a que el futuro del país se decida fuera de sus fronteras

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