Relatos de la Justicia: Eso sí es Justicia
La llamó una señora mayor que años atrás le ayudó a resolver el problema de una herencia. Desde esa oportunidad la mujer reservó una excelente impresión de cómo solucionó esa situación y para ello solo necesitó de dos de sus grandes herramientas: conocimiento y carácter.
Y vaya que de ambas virtudes tiene en buena cantidad. Pero su estrella es mucho más que esas dos cualidades, su talento radica en ver con meridiana claridad los problemas más allá de las simples apariencias; eso definitivamente es un don que no muchos poseen.
La señora en su llamada telefónica le forzó a hacer memoria hasta recordarla, no solo a ella y su agradable presencia, sino también de aquel complicado caso hereditario que luego tuvo a bien resolver.
Una vez precisada su interlocutora, la citó a su oficina para darle la consulta como corresponde.
La dama llegó puntual y luego del obligatorio café le soltó sin más el motivo de la consulta: «¡Ay, doctora! Ayúdeme con mi hijo que me lo metieron preso y que porque mató a otro, pero eso no es verdad».
No llevaba una cuenta exacta de cuántas veces escuchó eso, pero esta vez hubo un aura en esas palabras que le hicieron de inmediato intuir que era cierto lo que aquella señora le decía en sus palabras.
Le escuchó pacientemente y luego de la artillería de preguntas que acostumbra a descargar en las primeras consultas, decidió tomar el caso, previo la respectiva aceptación de sus honorarios profesionales con el concerniente abono.
Se levantó de su escritorio, tomó su cartera, agenda, implementos de trabajo y encomendándose a sus santos le dijo a la mujer:
«Véngase conmigo al Tribunal para que usted misma vea qué hay en el expediente de su hijo».
Al llegar al Palacio de Justicia percibió enrarecido el ambiente, su humor cambió y ella lo sintió.
La mirada de un «colega» se clavó en su espalda como un puñal cuando a viva voz solicitó el expediente en el archivo; minutos más tarde entendería el porqué de aquella mirada.
Luego de leer hoja por hoja aquel voluminoso expediente, la señora con cara de incomodidad; quería como decirle algo, pero no se atrevía, hasta que usando todo el poder de su intuición se la soltó con su característico estilo: «¿Qué me quiere decir señora? ¿Que el abogado que estaba detrás de mí fue quien la robó prometiéndole que iba a sacar de la cárcel a su hijo?».
Luego de esa pregunta la mamá del detenido no aguantó el llanto y abrazándola le contó con detalles aquellos difíciles momentos que vivieron cuando lo detuvieron y en los que confiaron ciegamente en aquel truhán con ropas de abogado, que como un encantador de serpientes les decía solo lo que aquellos oídos deseaban escuchar.
Después de toda la historia de dolor de la mamá y el hijo injustamente encarcelado, sentenció: «Yo a su hijo lo saco en juicio».
Fue su promesa y el resumen de todo el trabajo que debía asumir desde ese momento hasta cumplir.
Pero hubo algo más en aquella sala de revisión de expedientes que le llevaron a manifestar esa delicada afirmación. Lo que sus oídos escucharon le animaron a materializar lo prometido.
Pasaron algunos meses antes del inicio del juicio oral, ya el aparato judicial era lo suficientemente obeso e inoperativo como para comenzar a soportar un mayor peso representado en el infame retardo procesal.
Llegó el día del juicio y sorpresivamente la representante fiscal propuso una fórmula jurídica para resolver aquel caso sin la necesidad de abrir el juicio.
Adjudicó unos cambios en algunos delitos y presentó oferta de sentencias distintas, algunas con penas bajas y otras no tanto.
De todo punto de vista era una muy tentadora la propuesta, de hecho, su representado, el hijo de la señora saldría en libertad con una condena mínima a cumplir bajo la modalidad de apersonamiento, por lo que de cierta manera estaría honrando su promesa, solo que de una forma distinta.
Aunque hubo algo que se lo impidió. Los mareos llegaron repentinamente, la visión se le nubló y los ecos que escuchaba como si estuviera en una caja de resonancia no eran normales.
Se excusó con la juez y la fiscal y se retiró de la sala para tomar aire fresco, pues sintió cómo la tensión subía más y más a cada segundo, al punto de sentirse sofocada.
Caminó hasta la pared de bloque calado al final del pasillo de la entrada al Tribunal y como si de uno de esos orificios le insuflaran una ráfaga de aire fresco, volvió a respirar, a la vez que aquella voz que escuchó al principio cuando asumió el caso, le murmuraba las palabras que la convencerían, no solo de no tomar aquella oferta, sino de solicitar el aplazamiento de aquel juicio: «Eso no es Justicia».
Esas palabras retumbaron desde ese momento en su mente y en sus oídos, rebotaban sin cesar entre sus pensamientos, a veces las escuchaba como dicha por muchas voces, algunas agudas, otras graves.
Salió del Palacio de Justicia atormentada, solo pudo inventar vagas excusas para ausentarse.
Lo que quedaba del día y toda la noche se repetía como mantra: «Eso no es Justicia».
Pero hubo un momento en que esas palabras no la atormentaron más. Comenzó a buscar en ellas una verdad, verdad que vería ante sus ojos al día siguiente, pues debía regresar al Tribunal y responder la oferta de la fiscal y decidir si tomarla o iniciar el juicio en la búsqueda de la verdad. Esta última fue su resolución.
Ese día se apersonó con todas las intenciones de rechazar la oferta fiscal y de iniciar el juicio, pero justo cuando pasaba frente al recinto anterior a la sala de audiencias, donde conducen a los reos antes de ingresar, en vez de estar los cuatro acusados había junto a ellos un quinto invitado que no le habían presentado.
Apenas los vio supo de inmediato que de aquella boca era de dónde surgía la tormentosa frase que le retumbaba desde el día anterior.
Aquellos oscuros y profundos ojos y su andrajosa presencia le hicieron palidecer del miedo, a pesar de saberse con algunas condiciones para entender lo que pocos entienden, nunca antes había experimentado una videncia.
Se detuvo frente a la sala de espera y, como si estuviera observando una película frente a sus ojos, recreó la escena en la que claramente uno de los detenidos en la sala le dio muerte utilizando un cuchillo, que luego vería donde lo ocultó el asesino.
Tras aquella escena, el quinto invitado se levantó y se le encimó como queriendo poseerla, pero el ahogado grito de pánico solo permitió que aquella espectral presencia le volviera a susurrar al oído: «ESO NO ES JUSTICIA».
«¿Qué le pasó, doctora?», preguntaron los presentes ante aquel extraño grito que en medianos decibeles exhaló luego de lo ocurrido.
«Nada, nada, no me pasa nada, Vamos a iniciar el juicio por favor», se le escuchó decir, mientras ingresaba a la Sala de Audiencias tratando torpemente de colocarse la toga.
Cuando fue su turno, después de escuchar el discurso de inicio del debate por parte de la juez, conjuntamente con los alegatos de la acusación de la fiscal, se levantó y narró uno a uno los hechos que acababa de observar en aquella extraña visión hasta dar los detalles de dónde el homicida ocultó el arma asesina.
La juez observando que nada de lo narrado estaba plasmado en la investigación, le preguntó: «¿Y cómo sabe usted que todo eso pasó así, abogada?».
«Porque me lo dijo el muerto, sino que me desmienta el asesino», contestó.
Levantándose del lugar donde se encontraba sentado uno de los acusados y sin que la abogada lo nombrara o lo señalara, con evidente llanto contenido expresó: «YO LO HICE, YO SOY EL ÚNICO CULPABLE».
La juez solo dispuso realizar una inspección al lugar donde ocultó el arma y hacerla procesar por los expertos, para tomar como válida la confesión y la admisión de los hechos, que llevarían a cumplir condena al responsable y dejar en libertad al resto de los inocentes, entre los que estaba el hijo de la señora y representado de la doctora.
De manera muy extraña, cumplió su promesa.
Jamás en el pasado logró hacer Justicia gracias a una experiencia paranormal, pero esa no sería ni la única ni la última experiencia.
Meses más tarde se trasladaba en su vehículo, como un día más de trabajo. El ruidito en el tren delantero de su camioneta que no había tenido tiempo de hacer chequear por su mecánico se agudizó ese día.
Sin embargo, no podía parar, sus defendidos le necesitaban y quien no sabe lo que es estar preso, no tiene idea de lo valioso que es el tiempo.
Pero a veces la vida y sus avatares nos ponen advertencias, como la de ese día.
Un golpe seco como si hubiere caído en un bache con el neumático delantero derecho fue lo que sintió antes de que su camioneta diera vueltas por los aires como si condujera por un tubo.
Ruidos de hierros retorciéndose, chillidos del metal contra el asfalto y los golpes contra el techo que lo revolvían todo adentro, la llevaron a la ladera derecha de la carretera que la catapultaría hacia un farallón del que solo por la base de un poste de luz que se enganchó de su parachoques trasero, se salvaría de caer.
No sabría qué tiempo duró inconsciente dentro del vehículo. Su cinturón de seguridad hizo su trabajo a cabalidad.
Como pudo se zafó y salió de la maltrecha puerta de aquel comprimido de hierro en el quedó convertida la camioneta.
Fuerte dolor de cabeza y hombro derecho, visión nublada y un extraño zumbido en los oídos, sumado un eco, le hacían escuchar como lejos y sentir que todo sucedía en cámara lenta.
Su amplio conocimiento de la vida la llevaron a intuir estos eran los efectos de sufrir una conmoción cerebral.
Como pudo se incorporó en sus pasos y caminó hasta donde estaba una pequeña niña que recogía aún cosas que en las volteretas salieron de la camioneta.
Caminó hasta donde pudo y se sentó en el pavimento. Ya era de noche y al voltear hacia donde quedó el vehículo se dio cuenta que desde la carretera no se veía el accidente, por ello quizás nadie se percató de lo sucedido ni iban a su rescate, aunque podía ser posible que ya hubiere fallecido y solo recogía sus pasos.
La niña se le acercó con curiosidad y señaló hacia el pavimento: «Mira ahí está tu celular».
Ella bajó su mirada y en efecto era su móvil que salió por el parabrisas desprendido en uno de los golpes contra el pavimento.
Lo tomó y aún estaba encendido, curiosamente no sufrió ningún daño. Su mente solo atinó en llamar a un entrañable amigo policía a quien le contó aún aturdida lo sucedido.
«Si no estoy muerta ven a rescatarme», pidió.
Al finalizar la llamada la niña que aún se encontraba a su lado jugando a recopilar todas sus cosas personales desperdigadas por el pavimento le preguntó: «¿Lo viste?».
«¿A quién hija?», le respondió con una amable sonrisa. «Al ángel que paró tu carro», dijo la graciosa niña.
«No pude ver a nadie, preciosa», confesó aún con el zumbido en sus oídos. «Allá está», insistió la niña levantándose del pavimento donde estaba sentada y apuntando con la mano derecha al otro extremo de la carretera.
En ese lado de la vía vio a aquel joven del Tribunal, pero con un mejor semblante, de impecable vestimenta y con una sonrisa en sus labios le pudo escuchar cuando le repitió: «ESO SI ES JUSTICIA», mientras le saludaba con la mano y marchó caminando hasta desvanecerse.
«¿Ahora sí vio al ángel?», interrogó nuevamente la niña.
«Ese no es un ángel mi vida, solo es uno de mis muertos que me cuidan».
Dedicado a la memoria de mi buena amiga y colega Elba Leonor Molina. Dios te dé el descanso eterno guerrera.
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