Zonas de Paz… ¡PÁZ! ¡PÁZ! ¡PÁZ!
Como la onomatopeya del sonido de los disparos, así debemos leer el título de este artículo, en el que pretendo encontrarle como ciudadano alguna lógica a las entendidas zonas de paz, que ha permitido el Ejecutivo instalar a lo largo y ancho del territorio nacional.
En ellas, bandas armadas de hampa organizada hacen vida de manera libre y sin que las autoridades de orden tengan control sobre ellas.
Es de conocimiento público, como en ocasiones anteriores frente a hechos donde se han enfrentando los organismos de seguridad con estas bandas, las autoridades declinaron y procedieron a solicitar a sus efectivos abandonar el lugar, tras una orden superior que se presume del alto gobierno.
Como una suerte de la afamada “Zona de Distensión” que bajo el Gobierno del presidente colombiano Andrés Pastrana, se implementó para lograr un proceso de negociación de paz con los grupos irregulares de la guerrilla colombiana, han venido operando en nuestro país estas llamadas “zonas de paz”.
Pero tal como ocurrió en el país vecino, estas zonas de exclusión realmente se han tornado en una especie de pueblos sin ley, en los que la anomia parece ser el elemento común que impera en ella, debido a que no existe el más mínimo respeto por las normas y la convivencia ciudadana.
En tanto, contrario a lo que se busca que es minimizar en estas zonas el índice de criminalidad violenta, al parecer lo que se ha logrado es que se exacerbe la comisión de delitos, generando con ello mayor zozobra en la población que reside en estos lugares e incidiendo negativamente en el índice de impunidad, porque ni siquiera los cuerpos de seguridad se atreven a acceder a dichas zonas.
Ante esta situación en las que el Ejecutivo no fija una posición clara sobre si se ha permitido o no la creación de estas “Zonas de paz”, más allá de una que otra alocución presidencial desde épocas del presidente Chávez hasta la actualidad de Maduro, en las que se nos ha vendido la figura de los “bienandros” como una especie de elemento de la sociedad que pudiera representar una utilidad para el Estado.
Por tanto, ha sido patente en los ciudadanos constatar cómo se han ido incrementando en número tanto bandas como de zonas de paz en sectores de la ciudad capital Caracas como la Cota 905, Petare, El Valle, son tan sólo algunos en los que operan libremente bandas comandadas por conocidos líderes negativos como el Coqui, el Wilexis y el Loco Leo y en las que se han enfrentando por horas entre bandas o entre fuerzas de seguridad, demostrando con ello el alto poder de fuego que manejan estas bandas.
En ocasiones, superando en cantidad y en tecnología a las propias fuerzas de seguridad.
Es también importante saber y entender cuál ha sido el manejo de estas crisis desde el Ejecutivo, quizás allí radique el éxito o el fracaso de cualquier plan serio y responsable que desde el Estado pretenda implementarse para minimizar y erradicar este flagelo, en el que el único perdedor es el ciudadano común que ve diezmada su calidad de vida, ya que se debate día tras días al quedar en medio del fuego cruzado entre bandas o entre estas y cuerpos de seguridad.
Las respuestas de las autoridades han sido siempre abordadas desde la represión, la implementación en otrora de las infames Operaciones para la Liberación del Pueblo, (OLP) que terminaron siendo unas operaciones al mejor estilo de los escuadrones de la muerte, dieron al traste cuando sus resultados terminaron siendo mucho más nefastos, en especial, en cuanto a la pérdida de vidas humanas inocentes, que aquellos reportados como producto de la acción de la delincuencia.
Hemos presenciado lamentablemente que estas operaciones no han sido desaplicadas, por el contrario la creación de organismos de represión como las FAES han ido en aumento, delegándoles abiertamente la extinción y erradicación de los sujetos de alta peligrosidad.
Pero lo peor de esta acción es que se perfila como la única política criminal con la que cuenta el Ejecutivo, para hacer frente al nefasto flagelo de la criminalidad violenta que lleva décadas azotando a la ciudadanía, relegándose a la Justicia a un último plano.
Hace unos años atrás colaboré con un artículo de mi autoría, el cual salió publicado en un medio de comunicación regional y abordé el tema desde la óptica del respeto a los Derechos Humanos y desde la labor primordial del Estado en hacer valer la Justicia en cada conflicto de violación de Derechos Fundamentales.
En ese artículo que considero más vigente que nunca, plasmé lo que en criterio razonable debería ser el correcto funcionamiento de los planes de disminución de la criminalidad violenta, asumidos como política criminal seria y responsable para la consecución de este difícil objetivo, considerando que la fuerza de choque del Estado debe implementarse como última opción y que en caso de hacerlo, debe ejecutarse tomando en cuenta los niveles de riesgo para la población vulnerable, para así evitar a toda costa los daños colaterales.
En este punto es necesario que imperen criterios de proporcionalidad, los cuales deben ser el elemento imprescindible de toda estrategia y de todo plan de acción.
Pero antes de implementar cualquier acción o despliegue táctico que implique fuerzas de choque, hay que agotar la más olvidada de las estrategias en todo proceso de disminución de la criminalidad violenta: LA PREVENCIÓN.
Debemos entender e internalizar que ningún delito disminuirá, ningún plan funcionará y ningún antisocial depondrá su actitud delincuencial, si el Estado no penetra en los sectores vulnerables y siembra la semilla de la prevención del delito.
Prevención es educación, es sacar a la población vulnerable del espiral de la violencia y el delito, es brindar oportunidades tangibles a los jóvenes que son el bocado predilecto de la delincuencia, es lograr cambiar las realidades humanas de muchos que son las que en la mayoría de los casos fuerzan a los jóvenes y los hace sucumbir a los pies del crimen.
Ciudades del mundo como Medellín, Colombia, por citar un solo ejemplo, pueden ser tomadas como modelo de estos planes.
A muchos nos deleita fijar posiciones cerradas ante el delito, nuestra concepción maltrecha de la justicia en estos tiempos nos ha hecho ser fanáticos de posiciones como la del mítico personaje del “Hombre de la Etiqueta”, de aquella afamada novela de los 90’ brillantemente interpretado por el recién fallecido primer actor Carlos Villamizar.
No dudo que el destino de muchos líderes negativos sean idénticos a los de aquellos ajusticiados por el aguerrido comisario, pero el Estado no puede ni debe auspiciar este tipo de prácticas pues se estaría alejando de una de las funciones primordiales de todo Estado Democrático, como lo es el sometimiento de todos por igual ante la ley, mejor conocido como el Estado de Derecho.
Hace poco leí un meme en redes sociales que recoge perfectamente mi visión de este tema, en un grafiti escrito con spray en una pared se leía la siguiente inscripción: “¿Si matamos a todos los delincuentes, quedaríamos sólo los buenos papá? – No hijo, sólo quedaríamos los asesinos”.
A ello sólo le agregaría una frase escuchada a un gran maestro que en aula de clases nos dijo mucho tiempo atrás: “Asesino es todo aquel que tiene los medios y la justificación para matar”.
No niego con lo anterior la necesidad de la acción armada y legítima del Estado para repeler las acciones injustas y temerarias del hampa, finalmente las leyes le otorgan esa facultad, sin embargo, el Estado debe establecer las estrategias correctas y adoptar las políticas criminales adecuadas para su implementación, sin perder jamás la esencia del respeto a la Ley y a la Justicia que debe revestir toda acción.
¿Estamos lejos para lograr eso? Sí, por eso cualquier momento es oportuno para comenzar.
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