Opinión

Una enfermedad llamada Poder

"El retroceso que sufre el país es tan grave que ha sido reconocido por la mayoría de los países del mundo."
lunes, 01 abril 2019

Comienzo señalando que esto no tiene la intención de ser una declaración política partidista, de atacar a nadie en particular o de ofender. Escribo y expreso lo que siento y observo, como una simple ciudadana. Pretendo pronunciar mi dolor y estupor viendo que mi país está siendo sistemáticamente destruido y su población humillada y diezmada. Veo un pueblo que emigra, no por una guerra, emigra por considerar que aquí no tiene futuro, por hambre, por no tener acceso a medicina y alimentos, por estar afectado psicológicamente, por no tener seguridad personal, por no tener seguridad jurídica y por estar en un estado permanente de incertidumbre.

 

El retroceso que sufre el país es tan grave que ha sido reconocido por la mayoría de los países del mundo. Nadie discute o pone en duda que Venezuela atraviesa una descomunal crisis, aunque algunos países por intereses económicos, estratégicos o “ideológicos” lo niegan, lo minimizan o lo aprovechan para sus propios fines políticos. Venezuela era considerado un país “rico”; superar hoy el 85% de escasez en alimentos y medicina parece algo inverosímil, un cuento inventado, pero es la realidad de un país que fue “empobrecido y devastado” a cuenta gotas, no por haber sido arrasado por una guerra, sino por ser víctima de una enfermedad llamada poder.

 

Nuestro país está sumido en una crisis que fue implantada, con cinismo e indolencia, por los propios venezolanos, aunque no fue creada por todos. La faena fue ejecutada por una numerosa cantidad de minúsculos grupos económicos y políticos asociados que se aprovecharon de la buena fe de la mayoría de los ciudadanos y porque una gran parte de la población, hundida en años de ignorancia y avasallada por una permanente campaña propagandística, aprendió mansamente a recibir migajas del Estado, conformándose con eso; acostumbrándose a no esforzarse para lograr nada. La destrucción también fue propulsada y apuntalada por grupos e individuos oportunistas que, al igual que las rémoras acompañando al tiburón, aspiraban ubicarse en puestos de poder para hacerse de fortunas repentinas. Quizá se podría concluir que la postura general de la población fue de complicidad e indiferencia, sólo persiguiendo su propio bienestar económico sin importarle el destino del país. Callaron, aplaudieron, se acomodaron y en definitiva avalaron lo que estaba sucediendo. Aquellos que levantaron su voz, por disentir y no doblegarse o abiertamente negarse a aceptar lo que estaba y actualmente está pasando, fueron y son perseguidos, censurados, exiliados o encarcelados. El resultado de todo esto es lo que lamentablemente tenemos hoy como país.

 

Un país petrolero con una población pequeña; una ubicación geográfica envidiable; ejemplo para otros países durante ciertos períodos de su historia; que tuvo algunos ciclos de desarrollo asombrosos; que tiene fuentes hidrológicas, tierras fértiles, bosques, selvas y minerales de todo tipo; hombres brillantes de ciencia, letras, música y deportes, perdió el rumbo y se convirtió en una lamentable caricatura de desventura, corrupción y desidia. No es que sólo faltan alimentos y medicina; resurgen enfermedades que fueron erradicadas; florece la agresividad, la desconfianza y la violencia; se consiente la corrupción y se distorsiona de manera flagrante la justicia. Desde hace ya mucho tiempo, décadas, el país fue sometido a permanentes campañas de desestabilización y de alarma, causadas y promovidas premeditadamente por los mismos venezolanos. El país, a la deriva, ha visto con perplejidad cómo algunos individuos se hicieron inmensamente ricos mientras que el país paulatinamente se desarticulaba, se caía en pedazos y se arrinconaba en una sombría pobreza moral, espiritual y económica.

 

Un país en que el Estado es dueño de tierras de producción; de azucareras, cafetaleras, fabricas de alimentos, de cemento, de bancos, hoteles, líneas de transporte marítimo y aéreo, telefonía; productor de hierro, aluminio, electricidad, abastecedor de agua; dueño de emisoras de radios, de canales de televisión, de empresas comercializadoras; constructor de carreteras, viviendas y que al final…, irónicamente, no produce nada por ineficiente, pero más que todo por corrupto. Para tapar todo, ya que el Estado jamás es responsable de nada, le vende la idea al pueblo, por medio de continuas, grotescas, falsas y desvergonzadas campañas propagandísticas, que contra el país hay una guerra económica o una guerra mediática o una guerra del dólar o guerra eléctrica, que es fomentada y ejecutada por opositores o intereses extranjeros… De ser así el Estado ha demostrado ser absolutamente incapaz e ineficiente en su gestión de ganar estas guerras. Esto queda en evidencia cuando desde 2016, a la fecha puso en vigencia el Decreto de Emergencia Económica No.2.184 y renovado 13 veces “para asegurar a la población el disfrute pleno de sus derechos, preservar el orden interno, el acceso oportuno a bienes y servicios, alimentos, medicinas y otros productos esenciales para la vida” dando como resultado una de las mayores hiperinflaciones de la historia del mundo, el transporte público mermado al 10% de su capacidad y mayor escasez de medicinas y alimentos. También se evidencia una gestión fallida cuando se militarizan las instalaciones eléctricas desde el año 2013, juntamente con la Gran Misión Eléctrica y a tal efecto anunciaron: “Vamos a militarizar, es la palabra, todas estas instalaciones eléctricas que, además, ahora pasan a ser zonas de seguridad para allí resguardar y evitar cualquier tipo de acción de sabotaje”. A la postre las instalaciones eléctricas fueron, según el Estado, permanentemente saboteadas por iguanas, rayos, ataques cibernéticos, pulsos electromagnéticos, terroristas y francotiradores; sin embargo no hubo, ni hay, una sola prueba sólida de estos supuestos ataques. Como consecuencia de este “resguardo militar” hemos tenido permanentes apagones que afectaron gravemente la economía, la salud, la educación, el suministro de agua potable, el bienestar general y el equilibrio mental de la población. La única guerra que verdaderamente ganó el Estado fue la de mantenerse en el poder.

 

Los historiadores dejaran plasmado éste periodo, en la memoria histórica, destacándolo como uno de los más macabros y nefastos de nuestra historia. Las páginas no serán escritas con tinta, serán escritas con lágrimas y sangre. Describirán un período en que se le cantaba amor y paz al pueblo, pero paralelamente lo sometía a una feroz política de Estado de terror psicológico, amedrentamiento económico y social y falsedades. Un periodo en que se quiso hacer ver y se promovió como una “gran epopeya emancipadora”, retórica propiciada por personas mezquinas y perversas, pero que en la práctica dejaron de lado los intereses y derechos básicos del ciudadano. Un período donde se violó el pacto social acordado en La Constitución; donde, además, con el visto bueno y fomentado por el mismo Estado, muchos ciudadanos se convirtieron en depredadores de alto nivel y otros de bajo nivel, denominados “bachaqueros”; quienes inmoral e inescrupulosamente se aprovechaban, como caníbales, de las necesidades de los demás.

 

Si esto lo merecimos o no, o si fue causado por la ingenuidad de un pueblo que creyó en cantos de sirena, o por no entender el valor de la libertad y la fragilidad de la democracia, es discutible. Lo que sí es evidente es que esta es un lección que no debe olvidarse y debe quedar grabado en el ADN del venezolano para que no vuelva a repetirse. Nunca debe olvidarse como se ejecutó la ruina y el futuro de varias generaciones, convirtiendo un país en una grotesca caricatura. norisroberts@icloud.com

 

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