Opinión

Testigos de la fe

La sociedad que refleja la Biblia era más sencilla de lo que suele ser hoy día para la mayoría de los grupos humanos.
jueves, 08 agosto 2019

El periodo vacacional es un momento privilegiado de quien se gana la vida trabajando honradamente. Es un tiempo para reponer fuerzas tonificando el cuerpo y el espíritu, revisar la salud y atender los “pendientes”. Alguno me dijo que “el tiempo libre es hacer lo mismo de siempre, pero más tarde”. Personalmente estoy bastante de acuerdo con ello por una sencilla razón, que formulo a modo de pregunta: ¿Qué sentido tienen unas vacaciones cuyo único objetivo es hacer lo diametralmente opuesto a lo que es mi cotidiano? Obvio que esta idea tiene como fundamento que soy una persona capaz de descansar diariamente, y que las vacaciones son precisamente “momento privilegiado” de un solo proceso humano.

Para muchas personas las vacaciones son evasión de la propia existencia. En el caso del sector educativo, se trata de quebrar la dinámica propia del resto del tiempo, y de trasmitirlo a los educandos de casa: durante las vacaciones no se justifica abrir un libro, repasar lecciones, leer por el gusto que esto provoca. Vacaciones es, pues, sinónimo de no hacer nada que concierna a los estudios. Otra dinámica que suele percibirse en estos tiempos es concebir las vacaciones como un espacio privilegiado para “enfriar” temas que están en el tapete y que son de interés común. La gente evade, no solo desentendiéndose de la realidad escolar, por ejemplo, sino también del quehacer sociopolítico y económico, especialmente si es una realidad tan dolorosamente aplastante como la nuestra. Todo lo anterior viene a colación, porque la Escritura Sagrada anima al creyente a no decaer en sus convicciones, a no descuidar lo que lleva entre manos, de manera que la corriente no se lo termine llevando. Estemos claros: hay personas y sectores interesados en que evadamos, y por ello procuran ofrecer formas triviales de reposar.
Dios digno de fe

La sociedad que refleja la Biblia era más sencilla de lo que suele ser hoy día para la mayoría de los grupos humanos. Esta sencillez se percibe en el modo como consideraban la realidad circundante y sus respectivos eventos o acontecimiento. Emitir un juicio era mucho más fácil en la antigüedad que lo que pueda serlo actualmente, por el simple hecho de que todo estaba bien definido. El libro de la Sabiduría entiende que existen personas que son justas y piadosas, y que hay otras que son enemigas y adversarias de la justicia y piedad divinas. Pues bien, a los antepasados de los justos, Dios preanunció la noche de su liberación, de manera que la certeza producto de este anuncio los mantuviera activos, despiertos, colaborando con él para que se hiciera realidad el tal anuncio. La conclusión es una sola: al Señor hay que creer. Dios es digno de fe. Y esta confianza depositada en él, es el combustible que nos mueve, y la roca sólida donde construimos nuestras vidas e historias. Esta idea está bellamente reflejada en la frase “después de haber cantado las alabanzas —es decir, de compartir la alegría que nace del preanuncio— los fieles compartirían los mismos bienes y peligros”. En otras palabras: manos a la obra.

Testigos concretos de esa fe
Pero la Biblia encierra y trasmite otra verdad, de enorme valor pero poco practicada. Es decir, los ejemplos concretos de personas concretas, de carne y hueso como nosotros. La Carta a los Hebreos se abre con una frase solemne, pero popular: “la fe es el fundamento de lo que se espera, y la garantía de lo que no se ve”. Esa frase no pasa de ser justamente una frase, si no se traduce en convicción para alguien. “Cada paso que doy, lo hago confiado en Dios; y esta confianza es la que alimenta mi esperanza de que las cosas mejorarán, de que la noche de nuestra liberación llegará… y yo me apunto a la empresa que Dios inició, pero que necesita de mi aporte para continuarla”. De todo lo anterior son testigos concretos Abrahán y su esposa Sara, Isaac su hijo, y su nieto Jacob. Todos tienen en común que por haber creído en Dios y sus promesas, hicieron cosas incluso descabelladas para la lógica humana, y que esta fidelidad no es que les haya dado la dicha de haber visto las promesas hechas realidad, sino que las vimos nosotros. Pero ellos vivieron sus existencias en función de ver cómo se cumplían estas promesas. Ellos se comprometieron y trabajaron por el cumplimiento de estas promesas. La promesa de una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo se cumplió: somos nosotros los hijos de Abrahán, nuestro padre en la fe de la que él, a su vez, fue testigo concreto.

Nosotros, dignos de fe
Estando así las cosas, debemos ahora aterrizar el punto a nosotros. En el evangelio de Lucas, Jesús nos invita a vivir lo más relajados posibles —como recién salidos de unas merecidas vacaciones— colocando todo nuestro ser e interés en aquello que realmente vale la pena, que es nuestro tesoro, y que además nos señala dónde está al final de la jornada nuestro corazón. Pero también llama nuestra atención a no bajar la guardia, pues no somos evasores de la realidad por muy dura y cruda que ésta sea. Lo que sigue a continuación en el capítulo doce del evangelio es una parábola que carga todas sus tintas en el hecho de que nosotros tenemos que llegar a ser personas dignas de fe: yo creo en Dios, y las personas confían en mí. ¿De qué modo, según el evangelio, se puede ganar la confianza del otro? Somos servidores del Señor con una misión que él nos encomendó y nos dio unos recursos —humanos y materiales— para llevarla a cabo. Gozaré pues de la confianza de mi señor si me comporto como su “ministro”, cumpliendo su voluntad. Por otra parte, seré digno de fiar de cara a mis “subalternos” si no me valgo de ellos para mis egoístas intenciones, abusando descaradamente de mis prerrogativas, sino que juntos pretendemos alcanzar el fin que el señor fijara. Permita Dios.

 

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