Resucitar para una vida eterna
El mes de noviembre se inaugura con sendas festividades, la de todos los santos y la de los difuntos. Cronológicamente hablando, la memoria de nuestros fallecidos se celebró en la Iglesia antes que la de los amigos de Dios, los santos. Uno y otro recordatorio están fundados en la realidad de la resurrección. Para que haya resurrección, tiene que haber fe en ella. Pero la fe en la resurrección no es de todos.
En el libro de los Macabeos, que pertenece al Antiguo Testamento, se relata la fidelidad de siete hermanos que no temen la tortura ni la muerte, pues están convencidísimos de que recobrarán sus vidas, porque así lo hará el Señor. Ellos creen en la resurrección. No se verán defraudados. Su esperanza está puesta en Dios, en que Él los resucitará.
En cambio, en el Evangelio los saduceos —judíos, al igual que los siete hermanos de la primera lectura, y Jesús— se encuentran con el Señor y le plantean un caso hipotético, inscrito en el marco de la ley del levirato: una mujer enviuda sin tener hijos; la ley obliga al hermano del difunto a desposarla para asegurar la descendencia. En el ejemplo puesto por los saduceos, la mujer se casó con siete hermanos —como en la primera lectura— sin concebir, hasta que ella murió. Cuando resucite, ¿de quién será esposa, pues legalmente lo fue de los siete? La fe en la resurrección no está arraigada en estas personas, a pesar de poner un ejemplo fundado en ella.
Dios de vivos, no de muertos
Jesús enraíza su respuesta en la tradición judía que reconoce la autoridad de Moisés—en la que sí creen los saduceos—: la vida eterna no es una copia al carbón de nuestra existencia, sino que quienes participan de ella viven la fraternidad llevada a su máxima expresión. Y es vida, como lo es Dios, que da vida a Abrahán, Isaac y Jacob.
Lo más determinante de la vida en Dios es la filiación: somos hijos de Dios, dirá Jesucristo. Lo más sublime a que podemos aspirar “en la tierra, como en el cielo” es hacer realidad la fraternidad nacida del hecho de ser hijos de Dios. Así como hay gente que cree en la resurrección, y hay personas que creen todo lo contrario, debería haber personas que crean en la filiación, y lleven esta fe hasta sus últimas consecuencias.
Venezuela resucitada
Nuestro pueblo agoniza. Todos, en mayor o menor medida, cargamos una cruz que se nos ha impuesto. Es pesada e injusta, además de eficaz como instrumento de muerte: venezolanos que han hecho de nuestras necesidades su negocio, nos están matando. En este ámbito, profesamos la fe en la resurrección. Creemos en Dios Vida, que nos dona su vida. Fuimos creados para participar de esta Vida, pero la realidad nacional se empecina en negarnos esta vocación.
Que no muera la fe ni la esperanza en la resurrección. Venezuela debe también resucitar. Este patrimonio espiritual no debe mermar, porque representa, junto con la educación, los dos pilares que nos permitirán participar de la Vida divina ya en Venezuela.
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