Opinión

Navidad en Venezuela: cuando la política necesita menos show y más humanidad

La política venezolana pareciera entender la Navidad como una oportunidad para el espectáculo, no como un momento para recuperar la cercanía perdida.
viernes, 12 diciembre 2025

En Venezuela, diciembre siempre ha tenido un peso emocional especial. Incluso en los años más duros, la Navidad ha funcionado como un refugio cultural, un recordatorio de familia, tradición y comunidad. Tal vez por eso se ha convertido también en una de las temporadas favoritas para el oportunismo político: época de inauguraciones improvisadas, bolsas de comida repartidas con afán electoral y actos simbólicos que intentan maquillar un año entero de desconexión entre los ciudadanos y quienes los gobiernan.

No hay municipio del país que se salve del fenómeno: alcaldes que no asoman la cara en once meses de gestión aparecen en diciembre para encender luces; gobernadores organizan conciertos multitudinarios mientras a la gente le cuesta llevar un plato navideño a la mesa; concejales que no han recorrido una sola calle en todo el año llegan al último mes para tomarse fotos repartiendo juguetes. La política venezolana pareciera entender la Navidad como una oportunidad para el espectáculo, no como un momento para recuperar la cercanía perdida.

Pero ese cálculo tiene un problema: la gente ya no se lo cree. La ciudadanía venezolana, golpeada por años de crisis, migración y desgaste, ha desarrollado una sensibilidad especial para distinguir entre gestos sinceros y gestos prefabricados. Y cuando llega diciembre, ese contraste se vuelve más evidente: la Navidad, con su carga de tradición y afecto, expone todo lo que en política se percibe como artificio.

La verdad es que los venezolanos no necesitan tarimas gigantes ni decoraciones millonarias. Necesitan servicios públicos que funcionen. Necesitan agua en sus casas, calles sin huecos, alumbrado en las noches, centros de salud que atiendan emergencias. Y justamente por eso, cuando la política aparece con mayor fuerza en diciembre con acciones cosméticas, la sensación es casi ofensiva: no se trata de alegrar a la comunidad con luces, sino de haberla acompañado durante el año entero.

La Navidad debería ser, en todo caso, una oportunidad para que los líderes se humanicen. No para que produzcan shows, sino para que escuchen. Para que recorran las comunidades sin cámaras, para que conversen sin discursos preparados, para que entiendan cómo vive su gente lejos de la estética navideña montada para redes sociales. En un país donde la confianza está por el suelo, diciembre podría ser una buena oportunidad para reconstruirla. Pero eso exige autenticidad, no marketing.

Además, en Venezuela la Navidad está profundamente vinculada con la memoria. Representa lo que fuimos y lo que intentamos recuperar. Es un territorio emocional demasiado frágil como para convertirlo en publicidad de gestión. Por eso, cuando los líderes locales intentan apropiarse de la temporada con propaganda, se genera el efecto contrario: la gente se distancia más.

La política venezolana necesita entender algo esencial: la Navidad no se usa, se respeta. No es un disfraz para el gobernante, sino un puente hacia la comunidad. Y en un país donde los ciudadanos están agotados de promesas incumplidas, diciembre ofrece un recordatorio claro: la cercanía no se improvisa, la empatía no se finge, la confianza no se compra con un regalo.

Este diciembre vuelve a plantear la pregunta de siempre: ¿quieren los líderes venezolanos conectar con su gente o simplemente aparecer en la foto? Porque al final, el oportunismo pasa, pero la memoria queda. Y en Venezuela, donde cada gesto pesa, la Navidad sigue siendo la prueba más sincera de quién realmente está al lado de la gente… y quién solo aparece cuando hay luces encendidas.

 

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