Opinión

Nada dura para siempre

Imaginar, por ejemplo, que el amor que hoy nos da sentido puede acabar mañana nos hace entrar en pánico; pensar en la idea de que el trabajo que hoy nos da un sueldo puede terminarse, nos abruma.
lunes, 25 abril 2022

“… nada dura: ni la noche estrellada, ni las desgracias, ni la riqueza; todo esto de pronto un día ha huido”.
-Sófocles-

No digamos que para siempre, pero ciertamente hay cosas que uno quisiera que duraran más tiempo. Por ejemplo, ayer en medio del intenso calor que nos tiene tostados aquí en Ciudad Bolívar, me estaba comiendo una teta helada de moriche, uno de los sabores que yo llamo radicales, porque o te gusta o lo aborreces, e inmerso en el intenso placer que se experimenta cuando comemos algo exquisito, llegué a desear que no se me acabara nunca, hasta que finalmente, con la boca casi congelada y la bolsita de plástico extirpada entre mis dedos sin que hubiese mediado un átomo de misericordia, di por culminada aquella pueril ilusión.

El episodio me hizo recordar un artículo que leí un tiempo atrás, cuyo autor dice que nada en este mundo es constante, excepto el propio cambio, y que por ello, para disfrutar de la vida con mayor sentido e intensidad, debemos asumir que nada dura para siempre y que todos somos efímeros (Incluida mi extinta teta de moriche). Una realidad grande como una torre.

Pero aparte de mi bien amado helado o de la limitada vida útil de nuestros electrodomésticos y herramientas tecnológicas –dice-, hay un territorio que sabe bastante de inicios y finales, que no es otro que nuestra propia existencia, nuestros sentimientos, emociones, relaciones y prácticas, donde nos cuesta mucho asumir que determinadas realidades se desvanecen, pero nos aferramos a la idea de que son permanentes. Y lo hacemos porque nuestro cerebro necesita de lo previsible y estable para no dejarle espacio al estrés y al miedo.

Imaginar, por ejemplo, que el amor que hoy nos da sentido puede acabar mañana nos hace entrar en pánico; pensar en la idea de que el trabajo que hoy nos da un sueldo puede terminarse, nos abruma. En la vida diaria nos resistimos a creer que quienes forman parte de ella pueden dejarnos en algún instante, es decir nada dura para siempre, pero vivimos como si lo fuera. Sin embargo, ser conscientes de la impermanencia es un ejercicio de salud psicológica que todos deberíamos desarrollar.

Todos entendemos la impermanencia de lo material. Lo saben hasta los niños cuando se dan cuenta de que sus juguetes favoritos se rompen y se desgastan. Sin embargo, cuesta más asumir lo efímero de otras realidades que damos por sentadas casi de forma inconsciente, por ejemplo, asumimos que los amigos del alma siempre lo serán, que siempre contaremos con nuestros padres en cualquier circunstancia y que la felicidad que nos abraza hoy, seguirá dándonos calor mañana, pero al igual que se rompen los juguetes de nuestra infancia también se rompen las relaciones, y muchas veces, uno toma plena conciencia de lo que tiene cuando lo pierde.

Todos transitaremos por esos instantes de pérdidas y umbrales de sufrimiento en los que descubriremos que nada dura para siempre. Será entonces cuando algo cambie en nosotros, cuando perdamos la inocencia de lo eterno para integrar en nuestro ser la realidad de lo efímero.

Resistirnos, negarnos a los cambios y a las pérdidas es la principal fuente de sufrimiento en el ser humano, así que aceptar la impermanencia nos ayuda a vivir con mayor pasión. Hay amores que se acaban y otros que se inician. Perdemos personas y descubrimos a otras; perdemos trabajos, y al cabo del tiempo, comenzamos nuevos proyectos; dejamos atrás lugares, hábitos e incluso amistades, para más tarde poner en marcha nuevas etapas. Es cierto que nada dura para siempre, pero también es verdad que cuando algo termina, algo nuevo empieza a continuación.

Integrar en nuestro aprendizaje vital el concepto de la transitoriedad o la impermanencia es –repite- un ejercicio de bienestar psicológico, de manera que cuando entendemos que nada de lo que conforma nuestra vida es permanente (pareja, trabajo, amor, salud, dinero, etc.) apreciamos con mayor pasión lo que tenemos, y eso es tremendamente valioso.

De igual forma es valioso entender que al igual que la felicidad no dura eternamente, tampoco lo hace el sufrimiento. Nada es perpetuo, y aunque las experiencias adversas nunca serán inevitables, el dolor que nos generan tampoco durará para siempre. Todo tiene fecha de caducidad, todo tiene un inicio y una conclusión.

Ahora bien –concluye el autor-, “si nos asusta lo etéreo de la vida y de las relaciones, tengamos presente una idea: aquello que se cuida dura mucho más. Y aquello que se ama con intensidad, aunque se pierda, perdurará para siempre en nuestra memoria. Asimismo, si hay algo que perdura es la impronta emocional que dejamos en los demás. Somos lo que hacemos, pero sobre todo lo que transmitimos a quienes nos rodean. Esa estela de afecto, cuidado, amabilidad y aprecio no se borra, deja marca hasta el fin de los tiempos. Como las marcas del mar en las rocas, como el ámbar fosilizado en los troncos de los árboles”.

Hasta el próximo resumen. Un abrazo para todos.

viznel@hotmail.com

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