Mueren la librerías en la patria de Bolívar
Vacías y lúgubres, en un rincón silencioso y apartado de la memoria de los venezolanos agonizan y mueren en la orfandad las librerías de la tierra de Andrés Bello. Estanterías desnudas anuncian el día aciago que se aproxima cuando la se lea la última palabra en el paraíso de Borges: “Cerrado”.
Ahora son salones de luto, de ecos remotos, de aromas reminiscentes de las páginas inmortales de los clásicos. Sobreviven algunos manoseados best seller y sobrantes de autoayuda que suplican por un lector incauto que pueda darse el lujo de comprarlos.
Mueren los libros en la patria de Miranda y de Bolívar. Apenas se puede saciar el estómago, ya no el espíritu. No más tertulias al lado de la estantería de Unamuno y Azorín; no más ojeadas sigilosas a los Doce cuentos peregrinos de Gabo; no más sorbos de café literario junto al amigo que recién leía a Murakami.
Las horas de reflexión ante el problema fundamental de la filosofía: la relación entre el ser y el no ser, son desalojadas por el invasivo y angustiante pensamiento sobre la relación entre el salario y el kilo de queso blanco, el drama de la vida simple y mundana.
Mueren las librerías en la patria de Ramos Sucre y Julio Garmendia, y el hospiciano lector se esfuma entre la verdura y el cartón de huevos.
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