Mis adultos mayores: Estoicismo y vejez
Hurgando Google, conseguí un hermoso artículo del Profesor Enrique Lynch, de la Universidad Autónoma de Barcelona denominado: Por un nuevo estoicismo.
Refiere el autor que: “Para Platón el filósofo es un sabio que dedica su vida a aprender a morir, y la filosofía, entre otras cosas, un largo y arduo aprendizaje que nos enseña a ser viejos y enfrentarnos al momento culminante de nuestras vidas. Por supuesto que este “aprender a morir” está muy lejos de la melancolía. Por el contrario, significa que sólo al final de la vida se está verdaderamente facultado para sacar buen partido de ella y para abordar la inminencia de la muerte con la debida entereza y decisión, y sin asomo de desánimo.
De ahí que para la mentalidad antigua llegar a viejo fuera, más que una compensación seguida del debido respeto social, el reaseguro de un tránsito apacible del mundo de los vivos al reino de los muertos. La cultura antigua proponía dos formas de existencia a imitar: la de los héroes, que disfrutan de una vida breve y vertiginosa como el destino de Aquiles, y la de los ancianos venerables que aprenden a vivir callados y ocultos, tal como promueve el ideal del hombre estoico.
Señala la publicación que, nuestra tradición cultural ha rendido durante siglos un culto casi religioso a ambos arquetipos, el héroe y el anciano. El primero cifra la heroicidad en el arrojo que permite afrontar los riesgos y vicisitudes de la vida y forja el carácter. El segundo se esgrime como la imagen realizada de la experiencia y la serenidad que, según enseña Séneca, sólo nos llega con la vejez, es decir, cuando nos abandona el deseo carnal y el espíritu consigue finalmente desprenderse de la sensualidad y remontar vuelo.
Para el autor, en suma, para los antiguos sólo merecía la pena morir muy joven o, si no, muy anciano, ya que la vejez, pese a sus inconvenientes, era la edad de la razón en la que sobreviene el definitivo triunfo del espíritu. Sin embargo, no vivimos hoy en tiempos helenísticos, ni renacentistas, ni siquiera en la vieja sociedad burguesa, que también basculaba entre el ideal del prócer y la cultura del patriarca, sino en una sociedad que ha conseguido trascender los antiguos valores tradicionales y se inclina peligrosamente por dar a cada problema de la vida una solución exclusivamente técnica.
No es que se deje a un lado el valor de la experiencia o la tradición que antaño se depositaba en el natural conocimiento de los más viejos, sino que hoy sabemos que ningún sabio, por memorioso o agudo que sea, atesora tanta memoria como un ordenador, como ha podido comprobar un ajedrecista como Gari Kasparov quien, dicho sea de paso, aún pasa por joven. Nuestro ideal colectivo es maquínico y sabido es que a las máquinas, cuando se hacen viejas, se las retira de circulación, se las desguaza para reciclarlas, o bien simplemente se las envía a los depósitos de chatarra para ser destruidas.
Para el profesor, “eso mismo hacemos con nuestros viejos, de ahí que si bien la técnica ha conseguido extender como nunca antes los límites de la vida útil, ha equilibrado las dietas y poco a poco va desentrañando todos los secretos de nuestros cuerpos, no parece que haya podido hallar una solución satisfactoria para la vida en la vejez”.
La religión de lo moderno rinde culto a unos dioses exclusivamente juveniles. Así, nuestro mundo se ha ido poblando de jóvenes halagados, superficiales y espléndidos que no encuentran límite para sus caprichos, y de viejos cada vez más numerosos que, como bien ha observado Jean Baudrillard, por fuerza acaban engrosando una especie de Tercer Mundo de la existencia, colmado de seres sin futuro, resabios de un pasado que ya no interesa a nadie, y fatalmente condenados a un presente banal que sólo sirve para alimentar la poderosa industria de los cosméticos, las redes del turismo de masas y el sistema de las pensiones y seguros que gestiona el ahorro de los trabajadores.
La condición del anciano, por mucho que la técnica haya paliado su penuria, no se parece en nada a aquella panacea que predicaban los antiguos estoicos. Llegar a viejo no sólo implica la amenaza de sufrimientos antaño desconocidos, como el mal de Alzheimer, sino que además viene acompañada de flagelos, como la soledad, que no resulta fácil mitigar.
Finaliza con: “Sólo un nuevo estoicismo, una regla de vida que, como antaño, enseñe a envejecer y morir, puede evitarnos que la prolongación técnica de la esperanza de vida nos depare nuevas y dolorosas experiencias”.
Gracias por leer la columna.
Psicóloga y abogado Maria Quiroz. Síganme por Instagram @mariaquirozr
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