La verdad como delito
“No estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo”. Grandilocuente y poderosa frase que por años se le ha atribuido al pensador y escritor francés Voltaire pero que verdaderamente le corresponde a su colega y detractor Helvecio.
Traduce esta frase un dogma que en el presente se confronta con las más clásicas posiciones de la justicia, donde se debate entre censurar la verdad para evitar un mal o permitir que se digan verdades aún con sus consecuencias.
El derecho universal ha tenido siempre el desafío de mantener los contrapesos que en ocasiones se presentan en el ejercicio de valorar la verdad y ejercer la justicia; el derecho a la libertad de expresión es por excelencia una de esas circunstancias que hace aflorar esa eterna lucha entre estos dos grandes valores.
Hasta dónde debe permitir un Estado la difusión de una verdad, especialmente cuando esta afecte sus intereses.
El derecho a la libertad de expresión es un derecho humano de primera generación, tiene su fundamento legal en la primigenia Declaración Universal de los Derechos Humanos, específicamente en su artículo 19, con el cual se protege toda libertad de pensamiento, así como también las vías para expresarlo y el derecho a no ser molestado a causa de ello.
La verdad como muchos otros valores está plena de subjetividad y es precisamente, en esa subjetividad que se vuelca la confrontación, ocurrida en ocasiones cuando tu verdad no es igual a la mía, pero es allí donde emerge el derecho de proteger esa verdad, independientemente de cuál de sus aristas sea o no la correcta, partiendo siempre de la premisa que no hay verdades absolutas.
El mundo se ha precipitado en los últimos 10 años en una vorágine trepidante donde pareciera que las luchas encarnadas por la verdad, van sumando bajas o victorias en un ejercicio que se repite ad infinitum, pero que al momento de revisar los saldos nos percatamos que con ello nada se ha logrado en el ascenso como humanidad.
En el ámbito político se recrudece esta permanente lucha y en ese campo no se miden las consecuencias, el populismo agrega su ingrediente volátil, usado como combustible por políticos inescrupulosos para exacerbar los ánimos de sus adeptos y disfrazar sus anhelos bajo la cada vez más desgastada narrativa del “apoyo popular”.
Desde tiempos remotos la estrategia de divulgar medias verdades ha sido usada por los políticos para ganarse buenos dividendos en su popularidad, el Derecho Penal sale entonces como barrera de contención, sancionando como delitos la difamación, la injuria, el vilipendio, el ultraje y la incitación a delinquir y otras especies más de delitos, en los que se sanciona a los autores por lo que dicen o por las consecuencias de lo dicho, pero en ocasiones esto no es suficiente.
El mundo vive en la actualidad dos episodios que mantienen concentrados a buena parte de la humanidad, la pandemia por contagio del coronavirus y la polémica ocurrida por las presuntas denuncias de fraude en el proceso electoral por la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica.
En ambos episodios, han acontecido situaciones que han menoscabado considerablemente el Derecho Humano Universal a la Libertad de Expresión.
Por un lado, vemos al gobierno chino llevando a juicio y condenando a una periodista por haber informado al mundo, la opacidad gubernamental en cuanto la divulgación oportuna de la propagación del virus, con lo que se pudo haber contenido el contagio de manera más efectiva, teniendo como particularidad este “Juicio Exprés” que no se negó la verdad divulgada, sino que se sancionó el haberla divulgado, ya que según el sistema judicial chino, su divulgación trajo como consecuencia confusión, desorden y caos, cuando fue precisamente la opacidad en comunicar los hechos lo que generó todo esto.
Por otro lado, vimos al presidente Donald Trump, denunciando diariamente el presunto fraude electoral del cual había sido víctima, los medios de comunicación no salieron en su favor sino que en un acto de retribución por la forma en que trató a muchos medios de comunicación durante su mandato, boicotearon y silenciaron sus alocuciones en un abierto y franco atentado a su libertad de expresión, acudiendo éste como estrategia a las redes sociales en donde también recibió su buena dosis de censura, al punto de que fue suspendida su cuenta en la red social Twitter a causa de sus mensajes.
No deseo tomar partido por la causa de Trump, pues en lo personal no comulgo con el populismo del que muchos políticos se nutren él incluido, tampoco considero que haya sido correcto que arengara a las masas como lo hizo desencadenando los hechos violentos en el Capitolio, algo jamás visto en la historia reciente de los Estados Unidos, pues ello desencadenó la violencia que trajo como consecuencia los fallecidos, los lesionados y los detenidos que produjo esa nefasta gesta.
Pero lo cierto es que se censuró su opinión, se boicoteó su posición y finalmente se silenció uno de sus canales de información a través del cual se expresaba al mundo, y eso nos guste o no, es una violación flagrante a su Derecho Humano Universal a la Libertad de Expresión.
Si a través de sus mensajes cometió delito, la justicia debía tomar parte y sancionarlo como corresponde, pero nunca los medios, cuya única función es informar sin tomar partido ni posición, a fin de cuentas el deber de los medios es ese y no el de participar como actores, ya que al hacerlo paradójicamente están cerrando toda posibilidad de comunicación, pues estarían dejando de ser imparciales, a la vez de que propician en el colectivo la percepción que todo aquello que se publique a través de éstos tendrá un delatado sesgo de opinión.
Nadie es dueño de la verdad absoluta, por ello ninguna verdad debe ser silenciada, pues aunque algunas expresiones puedan constituir delito la verdad nunca lo será.
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