Opinión

La letra con amor entra, mirada al deporte infantil

Durante décadas, el refrán “la letra con sangre entra” fue repetido como una especie de sentencia inapelable. La idea de que el dolor, el castigo y la dureza eran las vías más eficaces para enseñar se instaló en las escuelas, en los hogares y también en el deporte.
José Cedeño
domingo, 07 diciembre 2025

Durante décadas, el refrán “la letra con sangre entra” fue repetido como una especie de sentencia inapelable. La idea de que el dolor, el castigo y la dureza eran las vías más eficaces para enseñar se instaló en las escuelas, en los hogares y también en el deporte. El problema es que esa visión, aunque aparentemente disciplinante, deja huellas negativas en la mente y en el corazón de los niños. Puede que logre obediencia inmediata, pero no garantiza aprendizaje profundo ni amor por lo que se hace. En el deporte infantil, la evidencia psicológica y la experiencia práctica coinciden en señalar que lo que realmente motiva, transforma y enseña no es el castigo, sino el acompañamiento afectuoso.

El niño que se siente apoyado, escuchado y valorado, desarrolla confianza en sí mismo, disfruta del proceso y aprende a ver los retos como oportunidades de crecimiento. Al contrario, aquel que vive bajo gritos, humillaciones o amenazas puede terminar asociando la actividad física con miedo y frustración, lo que a la larga lo aleja de la práctica. El deporte no debe convertirse en un espacio de presión excesiva, donde la única medida de éxito sea ganar. Un gol errado, una carrera perdida o una caída forman parte natural del juego y son, en realidad, momentos pedagógicos de enorme valor. Si entrenadores y padres reaccionan con paciencia y cariño, el niño aprende a manejar la frustración, a perseverar y a mejorar. En cambio, si la reacción es violenta o despectiva, se instala la inseguridad y el miedo al error, que muchas veces paralizan más que cualquier rival.

Decir que “la letra con amor entra” es reconocer que la enseñanza deportiva, como la enseñanza de la vida misma, necesita un suelo fértil de respeto y afecto. El amor en este contexto no significa permisividad sin límites, sino firmeza acompañada de comprensión. Implica orientar, corregir y exigir, pero desde la empatía y no desde la humillación. Así, los niños descubren que la disciplina no es un castigo, sino una herramienta para alcanzar sus sueños. Los psicólogos deportivos insisten en que el refuerzo positivo, esas palabras de aliento, las felicitaciones por el esfuerzo y la atención al progreso individual, fortalece la motivación intrínseca del niño. Esa motivación es la que lo mantiene entrenando con alegría, incluso en los días difíciles, porque no lo mueve únicamente la expectativa de ganar, sino el disfrute de aprender y compartir. En este sentido, el deporte infantil puede ser un laboratorio ideal para sembrar valores de cooperación, solidaridad y resiliencia, siempre que se enseñe con amor.

El rol de los entrenadores es clave, ya que un buen técnico infantil no solo organiza tácticas o ejercicios, sino que también se convierte en referente emocional. Sus gestos, su lenguaje y su capacidad de contener y guiar marcan más que cualquier victoria. Lo mismo ocurre con los padres, quienes deben entender que los gritos desde la grada o las comparaciones con otros niños no ayudan; lo que sí ayuda es la presencia cercana, el apoyo silencioso y la palabra oportuna de ánimo. La tarea, entonces, no es formar pequeños campeones obsesionados con trofeos, sino personas seguras, respetuosas y felices. El triunfo más grande será verlos crecer con la certeza de que en cada derrota hubo aprendizaje, en cada victoria hubo humildad y en cada entrenamiento hubo amor. Porque cuando el deporte se vive desde esa perspectiva, el marcador es secundario, lo esencial es que los niños construyan recuerdos positivos y aprendizajes duraderos.

Por eso prefiero decirlo con firmeza, la letra con amor entra. Y si queremos un futuro donde nuestros atletas infantiles se conviertan en adultos sanos, íntegros y apasionados, debemos empezar hoy a cambiar la manera de enseñarles. El deporte, bien llevado, puede ser esa escuela de vida donde la disciplina y el afecto caminen juntos, y donde cada niño descubra que jugar también es una forma de crecer. Con el favor de Dios, nos volveremos a encontrar en la próxima entrega. Para contactos, pueden escribirme a través de @Joseceden o por Facebook en José E Cedeño González (el hijo mayor de Otilia González).

 

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