Opinión

La grotesca realidad

Lecturas de papel.
Juan GUERRERO
miércoles, 12 agosto 2020

Por estos días escribí un mensaje por las redes sociales donde afirmé que la realidad era nuestra gran aliada contra el régimen radical izquierdista que está aplastando el alma del ser venezolano.

Dicho esto, me dio por acordarme de un escritor venezolano casi olvidado en la vida intelectual nacional, José Rafael Pocaterra (Valencia, 1889-Montreal, 1955), y mientras hacia una especie de paneo mental de su vida y obra, sentí una especie de regresión, de eso que llaman déjá-vu (ya experimentado).

Creo que uno de los mejores y más lúcidos estudios sobre su obra lo escribió el ensayista y pintor, Carlos Yusti, Pocaterra y su mundo (1991), brillante y profundo ejercicio intelectual sobre este escritor que considero indispensable para entender parte de la historia socio-política y literaria venezolana, pasada y presente.

Digo esto porque los acontecimientos que ocurren en la Venezuela del siglo XXI, son espantosamente similares a aquellos tiempos que padeció y describió en sus cuentos, este destacado escritor de quien hablamos.

En mis clases de literatura que dictaba en mis años de profesor universitario solía analizar con mis estudiantes una de sus más conocidas obras, los Cuentos Grotescos. De esos relatos destaco La I latina por varias razones. La principal son las deplorables condiciones de la educación venezolana, tanto para la época del dictador, Juan Vicente Gómez como en la actualidad (mientras escribo me entero que en la Universidad Central de Venezuela, de nuevo, los pillos han incursionado en un sector de la Ciudad Universitaria para robar equipos de computación, en la Facultad de Humanidades, Control de Estudios, y en mi amada y recordada Escuela de Letras. Hasta los cables de electricidad los han robado).

Mientras sigo construyendo este artículo las imágenes se me cofunden, pienso en la casa donde la maestra dictaba sus clases. Una señorita toda larguirucha y excesivamente delgada, tanto, que nuestro pequeño personaje la confunde con la más delgada de las letras del alfabeto, la I latina. Trata de contener su tísica tos mientras también lidia con su hermano, Ramón María, consuetudinario borracho que insulta, agrede y ofende a su hermana, delante de todos los pequeños alumnos.

Es semejante a las escenas de la cotidianidad familiar venezolana del siglo XXI. Esa agresión constante contra la mujer. La violencia que ahora le llaman, de género, nos viene de esos tiempos. Una pobreza mental en medio de un proceso educativo débilmente desarrollado por un Estado que dejó en manos de otros una de sus principales funciones.

Mientras pienso en esos años del siglo XIX, la Venezuela palúdica se me asoma y muestra los fantasmas de la pobreza extrema: tuberculosis, paludismo, sarna, difteria, hasta gafedad (lepra), eran las enfermedades comunes por esos tiempos. No sé ahora si me repito en las imágenes de aquellos años y los de ahora. También con este desmantelamiento educativo del que hablo.

Sólo me queda la imagen de la señorita maestra. Esa que describe tan lúcidamente Pocaterra: tan delgada, jipata, pero a la vez con una inmensa tristeza reflejada en el rostro taciturno, con los ojos hundidos y las mejillas incrustadas en los huesos. Ese cadáver viviente (Educación) que anda por pura costumbre. Así parece que andamos nosotros también, hoy, repitiéndonos dolorosamente en el tiempo de esta historia.

La muerte del alma es cosa dura, más cuando tenemos consciencia, y, sin embargo, nada podemos hacer salvo dejar constancia en el lenguaje, en los relatos. Ayer, como hoy, casi a un siglo de diferencia, las condiciones de vida del venezolano vuelven a ser similares. La decadencia moral, la violencia del Estado y la familia. Prevalecen la arbitrariedad, el autoritarismo, la precariedad de un ambiente que humilla constantemente la condición humana. Un medio ambiente que enferma y contamina.

Antes, como ahora, prevalece una educación precaria, atrasada. Diseñada para perpetuar la barbarie y marginalidad. Una educación de marginales para marginales.

La tragedia de la señorita maestra es tener un borracho (Ramón María) en la familia. La nuestra, es vivir la tragedia como sociedad por adolecer de un núcleo familiar estable, un Estado compuesto por bandas criminales. Eso es lo grotesco. Lo salvajemente atrasado que nos toca ahora vivir. Repetirnos un siglo después, pero presenciando la muerte del alma frente a la pantalla de nuestros celulares.

La lucidez de Pocaterra nos encandila, muestra la realidad, grotesca, alterada por el padecimiento de esto que somos. Este entorno palúdico que enferma, que contamina. Seres tísicos que esputan sangre mientras mueven su esquelético cuerpo frente a la pizarra. Hombres y mujeres abandonados a nuestra suerte. Víctimas y victimarios.

En Pocaterra hay un tema que se adelanta a su tiempo: la muerte. Pero si bien en muchos de sus relatos hay referencias al tema aludido, físico, (La I latina), la recurrencia nos señala algo más profundo; la muerte es en realidad la muerte del alma. Es lo que ahora, en pleno siglo XXI, experimentamos como sociedad, como habitantes (no ciudadanos) de este territorio (no país, no nación, ni menos república). La amargura de vivir en un entorno pútrido, antihigiénico, inhóspito, que constantemente nos acecha, persigue, contamina y enferma.

La muerte del alma se muestra sobre un territorio donde la ignorancia y la barbarie reinan e imponen su grotesca realidad.

 

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