Opinión

La fe que piensa: Una vocación ineludible

“Estamos en Cuaresma, o sea, tiempo por excelencia para quitarnos nuestras sandalias, para tratar respetuosamente con el Señor Dios”
jueves, 21 marzo 2019

I

“Pedro Navaja” es un clásico, cuyo autor es el cantante panameño Rubén Blades; es una de las tantas canciones que lo consolidaron en su carrera artística. “Pedro Navaja” tiene una estrofa que refleja muy bien lo que deseo compartir con ustedes: “Si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos”, como idea central del Tercer Domingo de Cuaresma.

Prescindiendo ahora de todo viso determinista —el determinismo afirma que nuestra vida ya “fue escrita” de antemano, está “determinada” por algo o alguien distinto de nosotros mismos; lo único que debemos hacer los seres humanos es seguir “el libreto que otro escribió”—, me interesa resaltar la realidad igualmente humana de que orbitamos alrededor de Dios, y de que todas nuestras dudas y padecimientos, encuentran en Él su solución y paz verdadera.

II

La historia de Moisés es por demás conocida. El Domingo próximo leeremos en el capítulo tercero del libro del Éxodo lo que los expertos llaman “la vocación de Moisés”, y que sirve de título para mi artículo de esta semana: una vocación ineludible. Con otras palabras, la vida de Moisés ha estado orientada hacia Dios, independientemente de todas las piruetas que diera, que supongo los lectores conocen.

Para lo que acá interesa, Moisés se estableció en Madián. Se casó con Séfora, y se dedicó al pastoreo del rebaño familiar. Estando un día en el monte Horeb, presenció cómo una zarza ardía sin consumirse. Al acercarse, oyó la voz del Señor Dios que le ordenó descalzarse, para luego darle la misión de volver a Israel, esclavo en Egipto, pues su intención era devolverle la libertad perdida y darle la tierra prometida ya a Abraham. Moisés es pues el hombre con una vocación; ha sido llamado por Dios para cumplir una misión.

III

De la historia de Moisés, lo primero que deduzco es que sus tantas vicisitudes ponen de manifiesto la presencia de Dios en cada instante. Desde su nacimiento, hasta el ingreso de Israel en la Tierra Prometida, Moisés y el Señor han entretejido un camino tan estrecho, que el pueblo llegó a considerar a Moisés el Profeta más grande de todos. Moisés es el único judío capaz de ver cara a cara a Dios, y no morir. A pesar de haber sido criado en casa del Faraón egipcio, Moisés no ha perdido sus raíces hebreas, su sensibilidad y sus creencias; de hecho, se casa con una judía.

En segundo lugar, es curioso que Moisés conduzca al rebaño a pastar en el Monte Horeb —la palabra significa literalmente “yermo”—, es decir, un verdadero desierto. Acto seguido, se entiende que sea allí y no en otro sitio, donde Moisés se dirige: el Monte Horeb es el Monte del Señor. Moisés es un hombre inquieto, en búsqueda de su papel dentro de la historia que ya Dios había establecido con Abraham, Isaac y Jacob. Moisés siente la llamada; oye a Dios pronunciar su nombre. Le responde y se acerca más, quiere saber, está dispuesto a conocer más y más a Aquel que lo llamó. Sin embargo, se le ordena quitarse las sandalias: la tierra que pisa, a pesar de no dar frutos, es sagrada. Con otras palabras, Moisés está a punto de vivir una experiencia que lo sobrepasará, que viene de Dios, de un Dios de vivos, que ha hecho un recorrido con los hombres. Es un Dios solidario, que se duele por la opresión que padecen sus hijos, que ha escuchado sus gritos y súplicas.

Toda llamada divina comporta siempre una misión. La tarea que Dios encomienda a Moisés es llevar al pueblo su mensaje de liberación: el Señor Dios, con el concurso de muchos, liberará a Israel de la esclavitud. Esta misión tiene además otro aspecto, que notamos al final del texto del Éxodo: Dios está por revelársele a Israel y a Moisés. Este es el significado de todo el párrafo a propósito del nombre del Señor. A Dios se le conocerá a partir de entonces como “Yo soy, quien te sacó de Egipto”. Es el Dios que libera a su pueblo.

IV

Me extendí sobremanera en la Primera Lectura; de las otras dos, rescato un par de ideas con la intención de concluir mi aporte. En la Segunda Lectura, san Pablo advierte a los Corintios que todo “coqueteo” con el mal supone “quedar tendidos en el desierto”, como sucedió con una parte de Israel. Hay que resistir a esta tentación, para poder ser considerados verdaderos hijos de Dios.

El evangelio de Lucas presenta una de las parábolas agrícolas de Jesucristo: el dueño del higo que pide a su jardinero cortarlo de raíz: tantos años invirtiendo en él, y no da frutos. Hay que abatirlo; el jardinero, por su parte, recomienda al dueño darle otra oportunidad: remover la tierra, abonarlo, regarlo. Si el año próximo no da buenas señales, lo cortarán.

Estamos en Cuaresma, o sea, tiempo por excelencia para quitarnos nuestras sandalias, para tratar respetuosamente con el Señor Dios, y convertirnos a Él, para poder dar nuestros mejores frutos. El Padre de Jesucristo es un jardinero paciente: Él apuesta una vez más a favor nuestro, con la esperanza de que nos convirtamos, de que demos fruto esta Cuaresma 2019.

Última cosa. El 24 de marzo de 1980 fue asesinado monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador y, desde el 14 de octubre de 2018, Santo de la Iglesia Católica: Monseñor Romero se convirtió a Dios a través del pueblo salvadoreño; se convirtió después de “viejo”. Para él no fue tarde. El jardinero Jesús, a través de sus paisanos guanacos, abrió los sentidos de Oscar Arnulfo Romero, para que oyera y viera a Dios en medio de una irracional y sangrienta guerra civil. San Romero nos conceda esta gracia, y permita Dios que este 2019 nos convirtamos finalmente.

 

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