La fe que piensa: Palabras inquietantes
I
El fin de semana pasado me di a la tarea de ponerle gasolina al carro, al igual que una avalancha de personas; me fue imposible por cuatro días consecutivos, hasta que conseguí unos veinte litros que me sirvieron para disipar la angustia que provoca el titilar de la luz del tablero, indicando que debes llenar el tanque. Comenté en la eucaristía dominical del Colegio lo sucedido, generando un arcoíris de reacciones que iban desde “qué ingenuo, el cura”, hasta “yo haré la cola en su lugar, Padre”.
Palabras más, palabras menos, compartí con los presentes mis emociones ante la aparición de esta nueva plaga, a ejemplo de Egipto: después de horas desperdiciadas, que se convirtieron en días desperdiciados, me sentí herido interiormente. Fui capaz de percibir que la dinámica dada alrededor de la escasez de combustible nos muerde el alma, nos hace daño adentro. Es una mezcla de sensaciones que concluyen en un grito indignante: “no hay derecho”. No es justo que los venezolanos padezcamos injustamente tanta calamidad, resultado de un pésimo andamiento político-económico que tiene nombres y apellidos, que tiene responsables de carne y hueso. A todas estas, también compartí con la asamblea el fin de semana pasado que tenía puestas mis esperanzas en las negociaciones noruegas. Volveré sobre esto inmediatamente. Antes quiero presentar una de las lecturas del Sexto Domingo de Pascua que me llevó a repensar todo lo ocurrido precisamente a través del prisma de la Palabra de Dios.
II
El Domingo próximo leeremos el capítulo quince de los Hechos de los Apóstoles. La Iglesia se ha expandido gracias a la predicación de Pablo y Bernabé. Estamos en los albores de la Iglesia: hay pocas o nada de normas; todo el peso radica en la experiencia del ingreso de Jesús de Nazaret en el corazón de todo aquel que lo acepta como su Señor y Salvador.
La propuesta cristiana no es, sin embargo, anárquica. Creer en Jesucristo supone vivir “en” cristiano. Ahora bien, dentro de la nueva comunidad hay gente procedente del judaísmo. Ellos, acostumbrados a la ley mosaica y las normas que comporta, pretenden imponer la circuncisión como “requisito” para salvarse. Ante la controversia surgida a raíz de esta iniciativa, se decide enviar una comitiva a Jerusalén —allí se tiene el primer Concilio de la Iglesia— para explorar la mejor forma de deshacer los entuertos causados por la exigencia de la circuncisión a todos.
Los distintos representantes de las diversas comunidades son “aptos”, están “habilitados” desde el momento en que han dedicado su vida al Señor Jesús, como señala la lectura bíblica. Dadas las deliberaciones, se notifica solemnemente la decisión mediante una fórmula que llega hasta nuestros días: “el Espíritu Santo y nosotros, hemos decidido…”. Se impuso el sentido común, o sea, exigir lo indispensable, pues de hecho ese fue el modo que Jesús estableció entre los suyos.
III
La idoneidad de los “embajadores” estriba en la estrecha relación que cultivan con Jesús de Nazaret, de manera que siguiendo sus pasos, solo quieren el bien de la comunidad cristiana, que ésta crezca cada día más, de cara a Dios. Ellos representan a una comunidad concreta, de una sola Iglesia naciente. Se trata de una sola realidad —la Iglesia— que tiene sus matices de acuerdo “a personas, tiempos y lugares”. El éxito de la misión radica pues en que todos tienen un mismo sentir y un mismo objetivo. No obstante, sentimiento y horizonte se expresan de diversos modos, dando pie a puntos de vista que pretenden imponerse sobre otros. Pero como todos desean lo mismo, es decir, servir a Dios y a los hermanos, están dispuestos a abrirse a la perspectiva ajena, para calibrarla con la propia. El fruto del encuentro lleva la firma del Espíritu Santo: un gran teólogo del siglo veinte llegó a afirmar que la Santísima Trinidad es Dios-Padre, Dios-Hijo y Dios-nosotros, pues sin nosotros el Espíritu Santo nada puede hacer.
IV
La semana pasada se ventiló ante la opinión pública los encuentros sostenidos —o por sostenerse— entre Gobierno y representantes de la oposición democrática en Noruega. Porque no se tiene a mano la agenda de esta aproximación, sin embargo yo abrigué muchas esperanzas en la negociación sin más razones que considerar en abstracto que es bueno el encuentro. El país está a un paso de detenerse, literalmente: no hay modo de garantizar el correcto funcionamiento de nuestras necesidades básicas, mínimas, legales. Lo peor de todo es que numerosos hermanos nuestros están perdiendo la vida en situaciones inimaginables, pero que se dan entre nosotros. El padecimiento de la inmensa mayoría de los venezolanos es un grito que se eleva al cielo, y llega hasta nuestro Padre Dios, quien se solidariza con nosotros. Porque las propuestas de solución no han llegado a buen puerto es que esperé mucho de esa negociación. Sin embargo, la esperanza se desinfló pronto. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles la fuerza está puesta en que algunos cristianos han inquietado a los demás con sus palabras.
El sector oficialista se empecina en hablar de “diálogo”, de “paz” y “amor”. Es curioso cómo todas estas palabras de valencia positiva, son usadas para mermar aquello que supuestamente pretenden expresar. Con otras palabras, en Venezuela la mejor forma de cortar la comunicación entre las partes es introducir el término “diálogo”. Esto inquieta por el mal uso que se le ha dado, y porque intuimos que se volverá a mal utilizar, y no veremos siquiera el inicio de la solución.
Acá interesa la suerte del pueblo de Dios, pueblo humillado y sufriente. Pueblo mendigo que espera, como dice la lectura del Apocalipsis, la llegada de la Ciudad Santa, el regreso triunfal de Nuestro Señor. Su victoria está en el favorecimiento de la fraternidad entre nosotros, y la filiación con Dios. Esta dinámica no muerde inexorablemente nuestro interior, como hacen ahora las colas para la gasolina, sino más bien, al contrario, lo potencia para que demos lo mejor de nosotros mismos.
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