Opinión

La fe que piensa: No sabemos de tiempos ni fechas

"Quienes enarbolan la bandera del no intervencionismo, pareciera que pretenden cobijarse con las sábanas de la impunidad"
jueves, 30 mayo 2019

I

El domingo próximo la Iglesia celebrará la Ascensión del Señor. Es una festividad de suma importancia para los cristianos, por lo que supone que el Señor Jesús haya ascendido al cielo, como nos lo relatarán las lecturas. Pretendo rescatar dicha importancia, acrisolándola con los tiempos y las fechas que vivimos.

II

El libro de los Hechos de los Apóstoles inicia allí donde acabara el Evangelio según san Lucas, en la Ascensión del Señor Jesús al cielo. En la primera lectura se insiste en un par de temas que nos preparan para lo que vendrá dentro de poco, es decir, la venida del Espíritu Santo o Pentecostés. El otro tema recurrente es precisamente el de la Ascensión y lo que comportará de ahora en adelante el hecho de que Jesús Resucitado no se dejará ver más. El Evangelio por su parte difiere considerablemente del mismo relato narrado en los Hechos: Jesús hace un recuento de su Pasión, haciendo notar a los Apóstoles cómo todo lo acontecido tenía que ver con el plan divino de salvación por parte de Dios al género humano. Los Apóstoles pasan ahora a ser los testigos del Resucitado en el mundo, dándole continuidad a su misión; una vez que el Señor Jesús asciende al cielo, ellos se regresan a la ciudad, alegres, dando gracias a Dios. En la segunda lectura, san Pablo le dirá a los Efesios que Dios, Padre de toda gloria, sentó a Jesús a su derecha, confiriéndole toda potestad, constituido Cabeza de la Iglesia. Jesucristo, pues, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre, como solemos rezar dominicalmente con el Credo.

III

En la primera lectura, los Apóstoles preguntan a Jesús si con su segunda venida restaurará al pueblo de Israel, dividido desde hace décadas. Él les responde que no les está permitido saber ni tiempos ni fechas, pero que recibirán la fuerza que es el Espíritu Santo, para que sean sus testigos en todas las partes del mundo. Y así es.

Por activa y por pasiva se insiste en una primera idea de extrema importancia para nosotros. Es decir, la subida de Jesús al cielo es nuestra ocasión de crecer como adultos, de hacernos cargo de la realidad, de asumir nuestros compromisos y responsabilidades, y no achacarlos a Dios o a los demás. Desde la Ascensión, los cristianos estamos llamados a vivir adultamente nuestra vocación. “Adultamente” acá significa que nos tomemos en serio la tarea de discernir la presencia de Dios en nuestra historia, y una vez hallada su voluntad, llevarla a cumplimiento, agradeciendo los aciertos en nuestra misión, asumiendo nuestros errores, pidiendo perdón o perdonando, si fuera el caso. En este recorrido evangélico, donde Jesús de Nazaret no está presente del mismo modo en que nos encontramos los demás, o sea, ocupando un espacio físico en un tiempo determinado, hemos de concientizar que no estamos solos. De aquí se desprende entonces la segunda idea de enorme envergadura en nuestras existencias: Jesús, yéndose al cielo, no nos dejó solos, sino que nos donó su Espíritu Santo, que nos capacita para actualizar la misión que Él puso en nuestras manos. El Espíritu Santo aquí tiene una doble función. Por una parte, es la fuerza que nos anima a actuar en todo momento, de manera que prediquemos al Señor y no a nosotros mismos o a terceros. Pero el Espíritu Santo es también la posibilidad de discernir la presencia de Dios en medio de otras presencias que se nos muestran en simultáneo. El Espíritu Santo es la memoria viva de Jesús, de manera que ésta nos sirva de ejemplo de cómo comportarnos en las distintas circunstancias o vicisitudes, tomando en consideración únicamente el modo de proceder de Jesús.

IV

Si nos fijamos en el ambiente, cada vez es más frecuente topar con extremos que propugnan que “los venezolanos debemos resolver nuestros problemas, y nadie debe interferir”, o “la solución a nuestros problemas debe venir de fuera, pues somos incapaces de resolverlos por nosotros mismos”. En medio de ambos polos está la impaciencia, la urgencia de una pronta solución, pues nuestra tierra arrasada no aguanta una negociación más.

Quienes enarbolan la bandera del no intervencionismo, pareciera que pretenden cobijarse con las sábanas de la impunidad. “Déjennos continuar así”, “no se metan”. Quienes se van al extremo opuesto, han tirado la toalla, y miran más allá de nuestras fronteras, a la espera de la respuesta definitiva que ponga fin a esta inmerecida pesadilla. A ambos radicalismos les hace frente la madurez resultante de la Ascensión de Jesús. La adultez nos dice que la soberanía nacional no está en franco antagonismo con la geopolítica, y que la suerte de nuestros vecinos, de nuestros semejantes —sobre todo si están muriendo, si están afectando la soberanía de otros países— es también nuestra suerte, y que debemos concertar todos una solución que sin extrañar a los venezolanos de “sus” problemas, sin embargo les dejan saber que no están solos (como no lo están los Apóstoles, que ahora son acompañados por el Espíritu de Jesús). Pero la adultez nos dice con más claridad que “escurrir el bulto” no es una opción digna de considerar bajo ningún aspecto, precisamente por ser una actitud que trae consigo solo soluciones efímeras, por irresponsables. De las lecturas del Sexto Domingo de Pascua comenté que estábamos en presencia del “primer concilio de Jerusalén”, donde facciones filo-judías y neo-conversos al cristianismo dirimieron sus diferencias: ambos “perdieron” algo; ambos “ganaron” algo. Creo firmemente en la negociación. Para ello, hemos de superar las posturas extremas, y concientizar cada vez más que pensar las realidades “en blanco o negro” es irracional, pues no conduce a nada. Sí conduce a algo: a agudizar más la crisis en que nos metieron unos seiscientos venezolanos. Hacerse cargo de la realidad adultamente, es cargar con ella. Pero es también encargarse de ella. Contamos con la ayuda del Espíritu, que nos da su sabiduría y nos ayuda a discernir lo que más conviene.

 

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