La fe que piensa: Hombres del cielo
I.
Vivía entonces en la populosa barriada de Los Flores de Catia. Regresaba a casa para la hora del almuerzo, cuando sentí el impacto en la parte trasera de mi carro. Me bajé del vehículo con toda la parsimonia posible, llevando puesto el “chaleco de la paz”, para hacerle frente a un joven energúmeno que vociferaba improperios, ofreciendo golpes, culpándome del incidente. En esos casos, la cuestión se resolvía esperando a “Tránsito” para que levantara el choque, y determinará responsabilidades.
Después que el chico se calmó y reconoció su culpa, y sin que las autoridades se presentaran, decidí irme; era la parte agraviada, pero solo pensé en llegar a casa y pasar página. El otro conductor, sorprendido, dijo pesadamente que estaba dispuesto a pagar la reparación de mi coche, y le respondí que lo dejara así.
Las cosas, sin embargo, no terminaron allí. Para mi sorpresa, al bajarme a abrir el portón del estacionamiento de casa, me di cuenta que el joven me siguió. Al instante, pensé lo peor. El muchacho quería sencillamente disculparse por su actitud anterior, así como reiterar su disposición a correr con los gastos del choque. Le agradecí el gesto, acepté sus disculpas y reiteré mi palabra. Me daba por pagado.
Las lecturas del Domingo próximo hicieron brotar de mi memoria este episodio, quizá porque creo que todo apunta a un mismo horizonte.
II.
El rey Saúl y David se han convertido en enemigos a muerte. Donde se encuentren, han jurado que uno solo de ellos sobrevivirá. Saúl ha dado caza a David, acompañado de un ejército considerable, pero aún no lo encuentra. Mientras descansaba, con la guardia baja, David entró en el lecho real junto con otro de sus fieles, quien sugiere aprovechar tan preciosa ocasión y darle muerte a Saúl. David se niega rotundamente a hacerlo, pero se llevó consigo la lanza de Saúl junto con una jarra de agua, como un mensaje directo al Rey: “Te tuve en mis manos, completamente desguarnecido, y no obstante te perdoné la vida”. Pablo en su carta a los Corintios, habla igualmente de dos hombres, no en pugna, pero sí antagónicos: está Adán, el primer hombre, presa de sus instintos básicos, “terrenal”; de él, todos los seres humanos SOMOS imagen. Después está el segundo Adán, Jesús, el último hombre, espiritual porque da vida, “celestial”; de él, todos los seres humanos SEREMOS imagen. El evangelio es la continuación del capítulo 6, según san Lucas. Nos encontramos asistiendo a la “escuela del Maestro Jesús”. Las enseñanzas de Jesucristo van acompañadas del ejemplo de quien las imparte: lo que Jesús dice, lo hace; lo que Jesús hace, es el cumplimiento de sus palabras: ama a su “enemigo” y a quien lo odia, bendice a quien lo maldice y reza por quien lo calumnia, presenta su otra mejilla a quien lo golpea y da todo a quien le pide algo.
III.
¿En qué consiste el mensaje de las lecturas de esta Semana Séptima? La enseñanza es cristalina, meridiana: somos llamados a ser “hombres del cielo”, a ejemplo del segundo Adán. Nuestra condición humana hace sí que compartamos con otros seres vivos algunas de sus “notas”: somos “animales” en algún grado y medida; es decir, compartimos con ellos, por ejemplo, el hecho de poseer instintos. La animalidad es un estadio de nuestra existencia. Pero no es lo único que nos distingue como seres vivos, y establece una diferencia con el mundo animal. Es por ello que, cuando no evidenciamos esta diferencia en nuestras actitudes y comportamientos, se nos compara con los animales (ofendiendo a los pobres animalitos, que sí son coherentes siempre). En esta vida que nos ha tocado vivir hay gente que resuelve sus diferencias asesinando a otro, o a punta de golpes. Hay gente que odia visceralmente, que no perdona o pide perdón por temor a que se le considere débil o frágil. Hay gente que solo piensa en “cómo fregar” al otro, en robar y corromper. Hay gente que abofetea inmisericordemente las mejillas de sus semejantes. Nuestro pobre rico país no es la excepción: no hay adversario político, cuyo pensamiento es distinto del mío, sino enemigo a eliminar precisamente por pensar políticamente distinto de mí; hay una sangría de tal magnitud en nuestras calles, ocasionada por un hampa bien estructurada que provoca cada año más de veinte mil muertes violentas; hay una indolencia de nuestra dirigencia ante tanta muerte dramática —y es dramática por inconcebible—, que arrastra consigo a la población más vulnerable. Pedantería, altanería y “pranato” son los ingredientes culturales que terminan imponiéndose, promovidos por quienes en principio deberían modelar para toda la población. Demasiada “tierra”. Demasiados hombres “terrenales”. Demasiados seres humanos que parecen “animales”.
IV.
Lo de Jesús es abrir la historia. Él presenta un proyecto llamado a subvertir todo orden establecido; por ello, los señores de todos los tiempos le temen, pues intuyen el enorme poder que la propuesta del Señor comporta: el perdón y la paz como pilares de nuestro cotidiano y del curso de la historia. Los patanes, rufianes y tiranos de todos los tiempos, pasados y presentes, tiemblan ante el poder de la reconciliación y la no violencia, pues prueban su poderío inmediatamente, poder que desarma y descubre, poder que coloca las cosas en su sitio, es decir, en el cielo. Y cuando el patán, rufián y tirano soy yo, intuyo que si entro en esa órbita celestial ya no tendré más excusas para mantenerme en mis actitudes “animales”. Por el hecho de haber nacido humano, comparto la animalidad. Mi imagen es idéntica a la del primer Adán; por el hecho de ser humano, decido no vivir a partir de los puros instintos. Mi imagen será entonces idéntica a la del segundo Adán, hombre del cielo.
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