Opinión

La fe que piensa: De corazones y bocas

“El fin de semana pasado fuimos testigos de eventos que claman justicia al cielo”.
jueves, 28 febrero 2019

I.

La sabiduría popular ha dedicado mucho espacio a reflexionar sobre la presencia de las palabras en nuestras vidas. Algunos hemos crecido oyendo machaconamente los mismos refranes que ponen de relieve lo volátil o inútil de las palabras, “que se las lleva el viento”. Asimismo, las palabras suelen manosearse a tal punto que pierden su significado, o simplemente son usadas como medio para mentir descaradamente: en lugar de enseñar, ocultan; en lugar de aclarar, oscurecen. Prácticamente ha desaparecido la palabra empeñada como garantía única del cumplimiento del pacto sellado entre personas.

 

Hoy día, está muy de moda entre nosotros “la posverdad”, aunque no la conozcamos con ese nombre. Es decir, no importa reportar fielmente los hechos ocurridos, o sencillamente decir la verdad a este respecto; lo que interesa es que “yo” presente “mi” narración, “que yo relate los hechos” a mi manera, gusto y conveniencia. La hiperinflación llegó también al verbo.

 

Y no obstante lo dicho anteriormente, los seres humanos seguimos valiéndonos de las palabras para comunicarnos recíprocamente, conscientes de que el lenguaje oral no es el único modo de comunicación humana existente. Las palabras siguen entusiasmando, cuando el mensaje trasmitido tiene que ver con aspectos concretos de mi vida. Todavía hoy, seguimos creyendo en las palabras de los otros, confiamos en sus palabras. Todavía hoy, empeñamos a otros nuestra palabra, con la firme esperanza de cumplirla.

 

Estamos urgidos de palabras auténticas, verdaderas, esclarecedoras, inspiradoras, certeras, justas, ponderadas, educadas, amorosas. Estamos urgidos de la Palabra de Dios. De estas cosas, nos “hablan” las lecturas del Domingo, cuando inauguremos el mes de marzo.

 

II.

La primera lectura está tomada del primer libro del profeta Samuel. El género usado es el sapiencial, es decir, mediante frases cortas tomadas del refranero popular se quiere llevar al lector a reflexionar sobre éstas, buscando asimile el mensaje y lo convierta en un criterio para su vida. Allí se dice que lo más hondo y constitutivo de todo hombre es su corazón. Al corazón del hombre se llega a través de la escucha atenta de cuanto dice: sus palabras muestran su corazón, pero también sus defectos. El mejor examen que podemos aplicar a alguien que deseamos conocer más y mejor es escuchar su discurso.

 

Por su parte, la segunda lectura es de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios. San Pablo nos recuerda que la “palabra” también es escrita: la palabra de Dios, recogida en la Sagrada Escritura, afirma que la muerte no es el final de nuestra existencia. Es más, la última palabra sobre nuestra vida no la tiene la muerte, sino Dios. Nuestro futuro no es la corrupción o la mortalidad de la vida, es decir, pensar que todo acaba “aquí”. Nuestro futuro está en la vida que el Señor nos ofrece.

 

La enseñanza de Jesús Maestro nos viene mediante el evangelio de Lucas, en el capítulo sexto. La lección que Jesucristo nos da ha llegado hasta nuestros días, permeando nuestra sabiduría popular venezolana: “ciegos guiando otros ciegos”, “el alumno no es mayor que su maestro”, “no fijarse en la viga que hay en el propio ojo”, “árbol bueno no da frutos malos”, “la boca habla de lo que rebosa el corazón”. Cada una de estas máximas encierra un sinfín de elementos provechosos para nuestro cotidiano, y obviamente para nuestra vida espiritual. No obstante, quiero fijarme en la última de ellas, sencillamente porque se repite —palabras más, palabras menos— en la primera lectura.

 

III.

El fin de semana pasado fuimos testigos de eventos que claman justicia al cielo. Es cierto que se trató de una prueba de fuerzas, de un “pulso” que, al final del día, no tenía que acabar con cinco asesinatos, por quedarnos en el estado Bolívar. Hasta que no se desató la irracionalidad, tenía la esperanza henchida de que prevalecería el sentido común, que se sobrepondría a todas las agendas políticas, dejando entrar la ayuda humanitaria simbólica (imprescindible para enfermos crónicos, como somos algunos venezolanos, por ejemplo). Eso no ocurrió.

 

Acto seguido, vinieron las narraciones. Una vez más, somos testigos de acciones que posteriormente pretenden justificarse. Y acá las palabras hieren y matan tanto como lo hicieron las balas que cegaron las vidas de los indígenas pemones. Discursos pacifistas dan paso a las armas de fuego, para luego oír narrativas que ofenden nuestros sentidos, y posteriormente volver a sarcásticas e irónicas palabras de paz y amor. Todo un círculo vicioso.

 

Si las palabras reflejan lo que hay en el corazón, y una vez quitada la viga del propio ojo, hay que afirmar sin ambages que corazones venezolanos —unos pocos, por cierto— están rebosantes de odio y revanchismo, de agresividad y desprecio, de vulgaridad y complejos de inferioridad, de cinismo y manipulación. Sostener que asesinar a una mujer vendedora de empanadas es “ganar la batalla” supone la pérdida de toda humanidad. La muerte se ha instalado, y resulta vencedora. Y el árbol malo no da frutos bueno, dice el Señor.

 

Ahora bien, lo de Jesús es todo lo contrario. Que Jesucristo llame nuestra atención con su palabra es para que nos guiemos según sus enseñanzas, y no de acuerdo a las dinámicas que al final del día comportan la muerte. Lo que Jesús promueve y nos ofrece es la vida, que nuestro corazón rebose de misericordia, de sentido común, de coherencia y sencillez. La boca habla de lo que llevamos en el corazón, y nuestros frutos (nuestras acciones) no contradicen el árbol que somos (nuestras palabras).

 

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