La fe que piensa: Conviértete
I.
Cristo pasó cuarenta días en el desierto, ayunando. Así nos lo hace saber el evangelio de Lucas. Esta experiencia del Señor Jesús fundamenta el tiempo especial que se abre ya con el Primer Domingo de Cuaresma —palabra que alude a la experiencia de Jesucristo—, y del que tradicionalmente la Iglesia católica se vale para llamar a convertirse a Dios, también mediante la oración, la reparación del mal causado y la autorregulación que nos hace conscientes de que las cosas las alcanzamos, no apoyados en las solas fuerzas propias, sino que todo lo podemos en él, Rey nuestro y Señor de esta historia.
II.
Cualquier paso que da el cristiano, colaborando con la realización del Reino que Jesucristo predicó, tiene su sostén en la experiencia que vivió el pueblo de Israel, esclavo entonces del imperio egipcio: “nuestra rodilla se dobla únicamente ante el Señor, nuestro Dios, porque fue él quien solidariamente estuvo siempre de nuestra parte, en nuestras luchas de liberación”. Dios que toma partido en favor del pueblo esclavo, y este pueblo que le corresponde “ofreciéndole las primicias de los frutos del suelo”, en señal de agradecimiento por ser así como es.
Pablo retoma, algo que ya comenté en mi artículo pasado, cuando me referí al “corazón” y a la “boca”: profesar a Jesús con la boca como nuestro Salvador, y creer de corazón que Dios lo resucitó, es lo que permitirá florecer la justicia y la salvación en nuestro entorno. Es decir, nuestras acciones van en consonancia con nuestros sentimientos y nuestros pensamientos.
Por último, la presencia del Señor Jesús en el desierto no tiene que ver primeramente con poner a prueba su condición física, a ver hasta dónde es capaz de soportar sin comer ni ingerir líquido. En primer lugar, Jesucristo es “conducido” al desierto por el Espíritu Santo, es decir, por el lazo que lo une íntimamente a Dios, su Padre. Va al desierto porque es el lugar por antonomasia para el encuentro con Dios, pues, en ese sitio no hay nada que pueda entorpecer el encuentro entre ambos. En segundo lugar, Jesús está preparado para predicar el Reino; ahora necesita aclararse en el modo cómo llevará adelante esa tarea. Estando así las cosas, Jesús es tentado, o sea, se le abre “otra” manera de predicar a Dios, nuestro Padre, y lo que ofrece y espera de nosotros. Es la vía cómoda, del sensacionalismo, de la dependencia. El Señor vence al tentador. Ese no es su camino. Ese no es el camino que Él nos dejó.
III.
El miércoles de cenizas es una celebración litúrgica de recogimiento, para recapitular la propia vida a partir del ejemplo de Jesús de Nazaret. Con el miércoles de cenizas tiene inicio la Cuaresma. Estos días los usamos para volver a Dios, para recomponer el camino que conduce a él. Se trata de apostar por el bien y la paz, la solidaridad y la justicia, el amor y la libertad.
De Jesús tenemos las pautas de cómo se lleva adelante la construcción del Reino: sin alharacas personalistas, sino ejerciendo el liderazgo lo más participativo posible, del mismo modo que Israel nace como pueblo a partir de “un arameo errante”, como dice la primera lectura, y lo hará el mismo Jesucristo, una vez que abandonó el desierto, y se hizo con un grupo. El Reino se construye con tesón; no al modo de “pan y circo”, como fuimos testigos de estas fiestas carnavalescas prolongadas. Cada vez tenemos menos pan, y más circo. Cada vez queremos más pan, fruto del sudor de nuestras frentes honestas, y menos espectáculos bochornosos.
Se busca entonces honrar con la palabra, y creer con el corazón. Esto implica dilatar lo más posible la mirada, que la esperanza alcance la misma medida de esta mirada, para que podamos sobrellevar vicisitudes y golpes que tan pecaminosa situación nos da y que padecemos evangélicamente inconformes. Unos ojos bien puestos en el horizonte que nos entusiasma, es garantía de llegar a la “tierra donde mana leche y miel, que el Señor nos dio en heredad”.
La última tentación a que somete el maligno al Señor es que se ponga de rodillas, y lo adore. Es la paradoja del mal ejercicio del poder llevada a sus últimas consecuencias, es decir que el bien, rodilla en tierra, reconozca el señorío del mal y el odio, el revanchismo y la exclusión, para hacerse con más poder para someter y destruir y no para servir. Adorar el mal significa comportarse de igual modo; lo de Jesús, en cambio, va en otra dirección.
Toda tentación, para que sea tal, debe comportar cierto grado de verdad, precisamente para que sea “tentación”, para que sea “atractiva”. El tentador del desierto conoce y cita la Sagrada Escritura. Jesús, sin embargo, se mantiene firme. El principio es claro: adorar a Dios es una buena manera de relativizar todo poder desnudo. Reconocerlo a él como “Señor” envía a un segundo plano todo otro señorío de tintes absolutistas. Reconocerlo a él será vivir la experiencia de que él ejerce el poder sirviendo, liberando, ofreciendo senderos alternativos que nos mantendrán libres, interesados por la justicia y la verdad. Tenemos cuarenta días a favor, para atesorar esta experiencia.
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