Opinión

La carta de Nicanor Lecter

“Yo, Nicanor Lecter, hijo de mi mamá, nieto de mi abuela y ciudadano de esta república en crisis, me declaro en huelga de conciencia”
José Viznel ÁLVAREZ
lunes, 18 febrero 2019

La carta de Nicanor Lecter es demasiado explícita para nada más mencionarla, hay que leerla, es una pieza digna de la mejor colección literaria de los tiempos modernos y por venir; quizás haya que quitarle unos puntos aquí y unas comas allá, repararle algunos párrafos o modificarle una que otra frase, pero sería un plagio contra natura en perjuicio del incorregible Nicanor. La carta dice así.

“Yo, Nicanor Lecter, hijo de mi mamá, nieto de mi abuela y ciudadano de esta república en crisis, me declaro en huelga de conciencia a partir del punto final de la presente carta, que aparte de reclamarle la impúdica gordura que mi vecino exhibe todos los domingos cuando está lavando el carro en la calle, en abierto desprecio hacia mi hambre y mi constante falta de suministros, es una misiva que tiene que ver con un tubo de pasta de dientes que recién acaba de transitar a la condición de interfecto. Confieso que no me había sentido tan triste y angustiado desde la vez que mi amadísima novia de muchos años me dio un virulento corte de patas de esos que le amellan el alma a cualquiera. Al caso viene una de las razones por las que siempre he sostenido que Dios se equivocó al ponernos a comer tres veces y más al día para poder vivir, cuando bien pudo haber decidido que con una pastilla tipo mini bomba alimenticia bastara para mantenernos tranquilos durante una semana por lo menos. Pero ese no es el único problema, además de eso tenemos que asearnos los dientes con cepillo y pasta dental porque de lo contrario nos auto condenaríamos al peor de los dolores. A veces me molesto con Él, pero no me atrevo a decirle nada, no vaya a ser que se me piquen los dientes por una palabra mal pensada o un pensamiento mal pronunciado, que vendría a ser igual a lo que decimos cuando la muchacha de la caja nos da el precio de la pasta de dientes y del jabón, y nos quedamos temblando con la tarjeta en la mano decidiendo la prioridad entre cepillarnos los dientes o lavarnos el culpable de tantos sinsabores. La vida es una sucesión de decisiones que la mayor parte de las veces tomamos de manera inconsciente, así que cuando la muchacha de la caja te apura con la mirada y la memoria nos hinca con el recuerdo de dolores de muelas pasados, el jabón queda en hibernación y la pasta dental se engulle sin remordimiento hasta el último decimal de tu escuálido patrimonio económico, pero a la vez te envuelve fugazmente en un aura romántica de sonrisa fresca, que finaliza abruptamente apenas sales del negocio y las tripas empiezan a redoblar los tambores de la cena.

Queridos amigos y enemigos míos, les escribo esta carta para decirles que ayer estuve ante el cadáver del tubo de mi pasta dental, y sepan que aún lo conservo, porque no tengo cómo enterrarlo y de hecho me niego a aceptar que ha muerto, quizás ha de ser porque la estrechez monetaria me niega la posibilidad de reponerlo en el inventario de mi despensa y pretendo la insensatez de continuar cepillándome con las reminiscencias de su aroma. Debo reconocer sin embargo que tuvimos tiempos de abundancia, él con las entrañas repletas de refrescante contenido y yo contento con el espesor de su frescura; él jubiloso en sus generosas tripas, y yo con la fantasía del rendimiento eterno; yo apretaba su vientre hinchado como la barriga de mi vecino, y él surtía sin reparo las cerdas de mi cepillo. Así estuvimos un tiempo, fue un compartir feliz de verdad, una luna de miel que transcurrió entre apretones cómplices, agua cristalina y espuma olorosa cumpliendo la misión primordial de mi aseo personal. Hasta que un día algo empezó a preocuparme. Él ya no era el mismo, algo pasaba con su estructura, su musculatura ya no era la de antes, estaba claro que mis apretones diarios le habían desbaratado los intestinos desalojándole para siempre las brasas del desenfreno pasional: sin duda era la decadencia entre mis dedos.

Debí sospecharlo desde que empezó a expulsar unos gases extraños cada vez que le apretaba sus ya desvencijadas costillas; eran unos estertores que yo me negaba a comparar con algo bien conocido por mí: estaba muriendo por estripamiento doloso, y lo hacía entre mis manos asesinas. Quizás cuando lean esta carta yo estaré purgando condena a tantos años como establece el código para los que cometen tubocidios con premeditación y alevosía, pues mi defensa no encontró manera de salvarme de la pena máxima. La evidencia era irrefutable, de hecho el arma homicida, mi tijera para recortarme los bigotes estaba al lado del cuerpo desmembrado de la víctima que yacía como un trofeo sobre el escritorio del juez, que no se atrevía a mirarlo de frente acaso porque le recordaba algún crimen similar que le remordía en sus haberes de conciencia.

Ya para despedirme, yo Nicanor Lecter, hijo de mi madre, la que imploró clemencia de rodillas ante la imponente toga del magistrado de la corte, le pido perdón a familiares y amigos de mi extinto tubo de pasta dental, que pasó tanto sacrificio aseándome los dientes para que yo viniera a darle tan inmerecido y triste final.

Sin más crímenes que confesar, pero seguro de tener que seguir cometiéndolos, se despide de ustedes, Nicanor Lecter, su amigo eterno y enemigo de siempre. viznel@hotmail.com

 

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