Opinión

Humillación y gloria

La fe que piensa.
jueves, 29 agosto 2019

Me llevó unos cuantos años comprender el significado de “VIP”, hoy día más popularizado de lo que desearían los inventores de este servicio. Las siglas en inglés están por “persona muy importante”: se trata entonces de ofrecer un servicio de cierta categoría a una persona que, dada su condición, amerita ser tratada de manera especial, del todo particular. Un buen grupo de seres humanos pretende, por motivos varios, ser considerado de manera muy distinta al resto de los mortales. Hasta acá, vamos bien. El problema empieza cuando lo “verdaderamente importante” se fundamenta en el aplastamiento de los demás seres humanos, en su desconocimiento como personas dignas, merecedoras de respeto. Se trata de la inmensa mayoría de la población mundial que no califica como VIP. El resultado más inmediato es la brecha social que se abre ante todos, y que injustamente etiqueta y separa a las personas.

Hay gente que se cree y siente mejor que sus semejantes porque tienen más posesiones materiales, o porque son físicamente más fuertes o porque responden a los estándares establecidos de belleza. Pero no solo. En Venezuela, en los más distintos estratos sociales hay venezolanos que se creen y sienten más venezolanos que los demás por pertenecer a una facción política, o formar parte de la cadena de distribución de unos pocos alimentos, o sencillamente por su pericia en el uso de las redes sociales, donde destilan bilis despectiva desde sus anónimas e infranqueables torres de marfil.

Lo de la Biblia, sin embargo, va en otra dirección. Es lo que deseo compartir contigo para este Domingo XXII del Tiempo Ordinario, que inaugura además el mes de septiembre.

LA GLORIA DE DIOS
Al igual que en el universo de los superhéroes se insiste en que “a mayor poder, mayor responsabilidad”, en la Sagrada Escritura el mensaje es “a mayor poder, mayor humildad”. Para aquellos que desenvuelven un papel social, el libro del Eclesiástico recomienda actuar con humildad en todos sus quehaceres. La humildad no es una estrategia —en este caso, política— sino una actitud de vida, es decir, el reconocimiento de que Dios es Dueño y Señor de todo cuanto existe, y de que nosotros, todos nosotros, somos servidores unos de otros, así como Él es servidor nuestro. El poder otorgado, el poder recibido, es para servir y no para el aprovechamiento propio.
La humildad es la manifestación de la gloria de Dios, y de esto los humildes de todos los tiempos son los principales anunciadores. Son protagonistas porque poseen un corazón prudente, que medita la Palabra del Señor. Son los primeros proclamadores esta palabra, porque poseen un oído atento. Se mueven con sencillez en el entramado social, sabiéndose meritorios de las responsabilidades que ejercen, pero sin pisotear a nadie.
Se trata de una paradoja. Como las muchas paradojas que esta vida nos muestra: el orgullo del arrogante representa su ruina, pues “la planta del mal echó sus raíces en su vida” y toda actuar social toma en cuenta únicamente el provecho propio. Es una desgracia.

CERCA DE JESÚS
Lo anterior tendrá sentido siempre que estemos conscientes de que el voluntarismo no puede ser el único punto de apoyo para cuanto emprendamos (“querer es poder”, nos enseñaron machaconamente). Otra forma de hacer las cosas, que suele reportar mejores resultados, es la propia iniciativa, la espontaneidad, el deseo de querer hacer las cosas. Esta dinámica nace de la necesidad de estar siempre allí donde nos gusta, con quien nos gusta. El “deber” ganará en ligereza con esta nueva concepción de la vida, y esta manera de ver las cosas se apoya en el sencillo hecho de querer estar con Dios.

La Carta a los Hebreos se refiere a las distintas mediaciones de que se ha servido el Señor Dios para relacionarse con nosotros, hasta la llegada de Jesucristo, donde el encuentro se da personalmente, de modo directo. El fruto inmediato de esta comunicación es la necesidad de permanecer con Jesús, bien cerca. Esta cercanía hace de nosotros personas humildes, o lo que es igual, amantes de la verdad lo más posible, no obstante nuestras limitaciones y contradicciones humanas.

EL PRIMER PUESTO
En el capítulo 14 del evangelio según san Lucas hay un dato llamativo con que abre ese pasaje: Jesús acepta la invitación a comer en casa de una persona importante; es importante por ser un dirigente religioso y por poseer dinero. Junto con Jesús ha asistido mucha gente. Son los amigos del fariseo rico. En ese contexto, Jesús nota cómo los comensales pretenden ocupar los primeros lugares en la mesa, y cuenta una parábola relacionada con este hecho, donde invita a sentarse en los últimos puestos para evitar el bochorno que pueda provocar ser pasado del primero al último asiento, precisamente por haberse presentado un huésped “más importante”.

En rigor, el lugar más importante de la mesa debería corresponderle a Jesús, pues es el invitado VIP entre los presentes. Su presencia sin embargo no está determinada por la soberbia, sino por la humildad, porque su corazón y oído están dirigidos primordialmente a la escucha de la Palabra de Dios, su Padre, y de nuestras necesidades. Él es manso y humilde de corazón, como dice en otro pasaje. Y tiene ocasión de demostrarlo en esa comida: no aspira ocupar el primer lugar que le toca “por derecho”.

Pero Jesús es igualmente Maestro. Al ser invitado a una comida, se espera que no solo comparta los alimentos, sino que deje una lección de vida para todos. De allí la parábola.
Las desgracias que sufrimos como país tienen su sostén —en buena medida— en el pecado cometido por unos cuantos de pretender ocupar los primeros puestos, sacrificando nuestras vidas. Y lo han conseguido. El robo descarado a una nación para darse a una vida fatua, es un pecado que clama al cielo: representa la muerte de miles de venezolanos, que paramos en el final de la cola, mendigando dos latas que representen nuestra sobrevivencia. Que no sea así entre ustedes, dice el Señor.

 

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