El somnífero
Dios quiera que el bienamado lector me pase esta y otras que posiblemente puedan venir en el futuro no se sabe cuando, pero es que hablar de mí mismo puede con justificada razón afectar esta relación que tanto aprecio, lo que pasa es que hay algunas cosas que prefiero compartir aquí y no dejarlo para el más allá, ese paraíso que se describe inundado de luz, jardines y aromas exquisitos, caminos de oro, lagos transparentes, arquitectura celestial, seres inefables, animales dóciles y aves exóticas, lo que para mí equivale más bien a una reunión de amigos, con dominó, cochino frito y bastante cerveza, pero aquí mismo en esta vida.
El caso es que hace unos días me auto invité a almorzar en casa de una de mis hermanas. La buena educación indica que en esas ocasiones hay que avisar con antelación, sobre todo en estos tiempos, en los que una presa de carne cuesta lo que antaño un automóvil pequeño, y así lo hice, pero escasos minutos antes de tocar el timbre de la calle.
Aproveché la mesa para recordar algunas anécdotas de mi niñez y el comentario de mi mamá fue claro y tajante: ¡tú si inventabas vaina muchacho!, quizás por eso su aporte a la sobremesa fue rememorar el incidente que una vez les puso el mundo de sombrero, de nuevo conmigo como principal protagonista de los hechos.
Yo tenía apenas unos meses de nacido. Fue un día en el que el sol pareció haberse despedido para siempre del cielo, y en el que las nubes, cargadas con toda el agua que había en la sección de atmósfera correspondiente a Venezuela, se pusieron en fila india y decidieron lanzar su carga sobre Ciudad Bolívar, aupadas por vientos atroces que ejecutaron una poda salvaje en toda la urbe, inundando calles, desbaratando techos y borrando linderos a su paso, un escenario poco agradable para muchachos mingones como lo era yo, criaturas que al parecer vienen codificadas en alguna partícula que se manifiesta cuando el acto del amor se realiza con exacerbado beneplácito.
Es así cómo mi afición a la leche materna casi no les daba tiempo de recuperación a las tetas de mi madre, provocándole un dolor de espalda perenne, y unas ojeras ortodoxas que llevó tatuadas en el rostro durante todo mi período de lactancia; de hecho cuando yo sentía que no salía nada del surtidor, pegaba unos berrinches con aires de perpetuidad, hasta que un día, por alguna razón natural me dio una diarrea que amenazó seriamente mi existencia, así que en lugar de teta que era lo que yo buscaba, lo que gané fue que me llevaran al médico, que me mandó unas gotas en dosis de cuatro para ayudarme a salir de mi peligroso estado de bebé zombi.
La primera dosis me la suministró mi hermana –la misma del almuerzo-, y a los pocos minutos, por más que pugné por mantener firmeza en el propósito, de repente la cabeza me dio una vuelta de campana y me deslicé sin frenos hasta el pozo de los sueños.
Desde ese momento en la casa reinó una paz indescriptible, sin embargo mi mamá no pudo descansar temiendo que en cualquier momento la casa levara anclas rumbo al delta, y de ahí al mar directo a las Antillas por causa del vendaval, un diluvio que cesó repentinamente mientras yo continuaba durmiendo al compás de la tarde que se fundió con la noche y con algunas gotas que seguían cayendo del cielo.
De pronto un relámpago extemporáneo iluminó todo, y todas saltaron de donde estaban y se abrazaron en una esquina del cuarto hasta que el trueno sonó como salido de la cuna que sostenía la extensión de mis sueños.
Vencida por el estrés y el cansancio mi mamá no supo en qué momento se quedó dormida, hasta que se despertó sobresaltada por una pesadilla en la que yo estaba tocando trompeta en el cielo y haciéndole señas con una teta en cada mano.
Despavorida se levantó de un salto y me sacó de la cuna, donde yo seguía dormido profundamente, la cabeza me bamboleaba de un lado a otro entre sus brazos, clara señal de que andaría cerca del planeta Saturno, ya enderezando hacia el paraíso celestial; entonces mi atribulada madre se acordó, y por primera vez en la vida llamó a mi hermana por su nombre completo, ¡Zulay María! ¿Cuántas gotas le diste al niño?
La respuesta fue clara y breve como la inocencia lo prescribe: ¡las cuarenta que tú me dijiste mami!
Entonces el viento volvió, entró por la puerta y tomó forma en los cuerpos de mi mamá y mis hermanas quienes hicieron cuanto se les ocurrió tratando de despertarme.
Al final, después de un sinfín de palmadas, nalgadas y pellizcos, luego de varios ciclos de jamaqueadas, una sumergida en agua fría, varias rociadas con alcohol, y dos lanzadas al aire, una que casi me pone en órbita y la otra que por poco me decapita con el ventilador del techo, de repente reaccioné, me quedé tieso por unos segundos, miré todo a mi alrededor con ojos atónitos, tomé todo el aire que Pavarotti pudo haber tomado en su carrera y empecé a chillar en tono de concierto amanecido, el cual cesó de golpe al igual que la tormenta cuando mi madre desenfundó el arma más infalible que existe contra ese tipo de rebelión.
viznel@hotmail.com
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