El regreso al hogar…
Historias de mi pueblo El Callao y sus personajes
Soy una cuentacuentos de mi pueblo
No existe nada más emocionante que regresar a la tierra que te llama, desde el momento que tomas el teléfono, le avisas a los amigos de siempre y tomas un avión, “Oye consíganme un chofer que me espere en el aeropuerto Carlos Manuel Piar, que llego mañana a las 8:00 de la mañana”.
No importa cuando se retrase un avión, la emoción de volver a casa y ver a los tuyos, no deja que la sonrisa se borre.
Te quitas la chaqueta, la tiras en el asiento de atrás, casi que me olvido de la maleta de lo apurada que voy, te enrollas las mangas de la camisa y como cualquier vecino te sientas al lado del chofer y le preguntas, ¿Qué hubo, cómo está El Callao?
Esperando un resumen de todo lo que ocurre en tu pueblo, preguntas por todos los que conoces y te hablan de muchos otros que no y comienzas a oler Guayana, a tierra mojada, pasas por la Represa Macagua, abres el vidrio para respirarla, te maravillas cuando ves las compuertas abiertas, cierras los ojos y sientes como vibra, como se estremece, notas el calor intenso y los colores pasan por el azul, el gris y el verde activando tus sentidos.
Pasas la primera alcabala y le pides al chofer, “te paras en Upata, me quiero llevar las catalinas y queso de mano para el camino”. Llegas a Upata que significa “mi tierra” según la lengua indígena, la que fue gobernada por el Cacique Yocoima, y te repites hacia tus adentros: “Ya estoy en la Villa de Yocoima”.
Y llegas a una carretera donde comienzan las negociaciones, sigo metiendo en la bolsa los Bollitos de Maíz tierno, y te enfrascas en una discusión, por el precio del queso blanco, terminas comprando más de lo que querías o necesitabas. No me olvido de llevarme mi vasito de café cerrero, para mantener los ojos abiertos, después de un trasnocho que no fue de fiesta, fue de emoción.
“Señor por favor, se para el El Cintillo, le prometo que no nos volvemos a parar, es que necesito comprar dos tortas de casabe”.
Al entrar a la curva, me encuentro con la misma familia de toda la vida, me bajo y le pregunto por mi amigo el viejito del sombrero de paja, el que me tenía mis dos tortas de casabe listas cada semana. Me responde su hija: “Mi querido padre ya no está con nosotros, mi viejo se nos fue poco a poco de tristeza después de quedar viudo, pero nosotros la recordamos a usted, seguimos haciendo el mismo casabe”.
Me retiro con algo de tristeza de saber que los viejos se nos van poco a poco, dejando ese vacío, me monto rápido, a mi chofer ya se le nota la impaciencia, si yo me apuro, él puede dar otra vuelta y regresar a Puerto Ordaz.
Comienzas a bajar las Curvas de Santa María, cuento 17, quizás más curvas, siempre trato de contarlas y nunca llego a un número exacto, me distraigo en la lejanía con los árboles de Araguaney en flor, los colores de mi nostalgia, van pasando del gris al amarillo, sin avisarte, te llenan la mirada y te inundan el corazón.
“Señor haga una parada en Los Primos, necesito un respiro”. Tomas un poco de agua, estiras las piernas, hablas con un señor al que le pides una Frescolita, y con voz de aburrimiento te dice: “Eso tiene rato que no viene, si quiere le doy una Coca Cola”, la que te tomas sin replicar, y sonríes pensando que su aburrimiento no te puede quitar la felicidad, “voy para El Callao”.
Observo el paisaje durante una hora y quince minutos, una gran curva que avisa “estás llegando a Guasipati” miro a la izquierda el gran Aserradero, la eterna alcabala, le pido al chofer, el que ya me mira de reojo, “por favor pase por el centro del pueblo, me gustaría ver la Iglesia”.
Pienso, este pueblo que se fundó a mediados del siglo XVIII por los monjes Capuchinos y sigue en pie, soportando los embates del tiempo y los malos tratos.
Después de un poco de tráfico atravesando el pueblo, el que se me hace insignificante, no así para el chofer, salimos de Guasipati, vamos por una recta interminable y nos encontramos con una curva pronunciada, “ahora si vamos para El Callao”, la emoción me invade nuevamente, la adrenalina a millón.
Ya sientes que estás cerca, te encuentras los camiones de mineral, y el color ya se vuelve más intenso, del amarillo de los araguaneyes a los vestigios de naranja.
Veo a lo lejos “La Escuela Granja” y una gran Valla que dice: “Bienvenidos a El Callao”, el chofer me pide el favor entrar un minuto al Terminal John Corke, no me puedo negar después de haberlo hecho perder tanto tiempo, necesita anotarse para dar una segunda vuelta.
Ya el color se me hizo naranja intenso, el color de mi tierra, el color de la Saprolita, ese polvillo imperceptible que no sientes, pero que sabes que está allí, es ese color particular “Naranja Hogar”, “Color El Callao”.
Te encuentras con las dos madamas, pasas el puente, y la sonrisa se hace más amplia, entramos al Terminal, nos conseguimos con choferes anotando sus pasajeros, y una dinámica muy particular un señor que grita “falta uno para San Félix, necesito dos para Ciudad Bolívar”.
Salimos del terminal y tomamos la Calle Roscio, la que inmediatamente se cruza con la Calle Bolívar, giramos a la derecha, paso por frente la casa de mi tío Ramón Emanuelli, el que está sentado en la puerta de su casa, al que le pido la bendición desde lo lejos, sigo lentamente mi camino y visualizo desde lo lejos mi amado Barrio “El Cerro Molino”, mi casa, la Casa N65 de El Callao, wstado Bolívar, Código Postal 8056.
Respiro hondo, todavía con los ojos cerrados, en mis sueños llego a mi casa, a la de los abrazos y las cálidas sonrisas… espero que suene el despertador, comienza un nuevo día…
Blanca María Emanuelli
Fotografías:
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