El Diván en la Radio: Cuentos de abuelos
“Laralí – la – liii. Y silbó un poquito. Caminaba despacio. Realmente no podía caminar mucho más ligero. Pero, ¿qué apuro había? Y el solcito estaba lindo. Así que caminaba despacio.
El de la mercería estaba levantando la persiana. Saludó, pero sin ganas de charlar. Ese hombre siempre tenía muy mal humor por la mañana. Frente al mercado estaba arreglando la vereda un muchacho rubio que cantaba muy fuerte. Le hizo una sonrisa cuando lo vio desviarse para no molestar. La de los ruleros no le dio tiempo y esa mañana consiguió salpicarlo. Estaba seguro de que se anotaba el tanto haciendo una muesca en la escoba, como los cow-boys.
Llegó al banco, lo sacudió con el pañuelo. Se sentó. Tenía un poco de fatiga. Pero si uno se queda quieto un rato, se pasa. Había pocos chicos. Era temprano. Abrió el diario, pero lo cerró enseguida.
Primero se acordó de la fuente. Casi siempre se acordaba primero de la fuente. Estaba en medio de la plaza chica. Tenía un agua… Ninguna fuente había vuelto a tener esa agua…. Los viejos decían que era buena para el pecho… ¿Cuántos años tendrían esos viejos de cuando él era chico?
Después se acordó de Marina. Mirándolo desde el balcón, entre las persianas entornadas, cuando todavía usaba trenza. Y su madre descolgando la ropa. Y su madre dándole el abrazo fuerte de la noche. Y su madre en el puerto, sin levantar la mano para saludar, como las otras.
Y sin llorar. Y después se acordó de su hijo mayor. Abrió los ojos. ¿Por qué estaba allí ese recuerdo? No era su turno. Intentó volver al diario. Su hijo mayor se parecía al abuelo, pensó como siempre: se reía contagioso y todas las mañanas tenía ganas de cantar. Si viviera… otro sería el cuento.
No puede ser que impriman el diario cada vez con letras más chicas. ¿Cuánto puede costar el cambio de los cristales? Pero, ese oculista estúpido… Quién tiene ganas de ver a ese estúpido para que le diga que hay que leer menos. Total, a su edad, ¿qué tiene que aprender…? Y encima se ríe de su chiste. Se puso la pastilla debajo de la lengua y esperó con los ojos abiertos, por las dudas. Ojalá sucediera de día, sentado al sol… Pero los chicos podían asustarse. Mejor en su cama. No había visto sentarse a esa parejita. Estarían buscando departamento. O trabajo. Ella no se parecía a Marina.
Hace mucho tiempo ya que ninguna se parecía a Marina. El muchacho empezó a besarla. No eran besos como para una plaza. De pronto lo miró con una sonrisa muy dura. Extendió el brazo, subió y bajó y volvió a subir la mano, con los dedos juntos, provocativamente. La chica le tomó el brazo.
Déjalo, le dijo, es un pobre viejo. ¿Y porque sea viejo tiene derecho a mirar? No, pensó enseguida, no tengo derecho. Quiso levantarse, pero la fatiga era fuerte. Abrió el diario.
Cerca del mediodía dos chicas con guardapolvo se sentaron en la otra punta del banco. Le preguntaron la hora. Y una que tenía caramelos pareció estar a punto de convidarlo.
Pero no se decidió. La otra lo miraba con desconfianza. El chico solo apareció de repente. Le tendió una pelota de colores. No era bueno para su fatiga, pero jugaron un rato. Después el chico se sentó al lado. Lo vio ponerse otra pastilla debajo de la lengua. Le preguntó de repente: ¿es feo ser viejo? Tuvo que pensarlo: Cuando yo era chico tenía mucho prestigio… Pero ahora… me parece que llegué tarde. Pero no se lo dijo. Tampoco le acarició el flequillo, aunque estuvo a punto.
No, al contrario, contestó. Es el mejor momento de la vida. De veras… Crecé tranquilo. Cuando el chico se fue ya casi no tenía fatiga. Pensó: me gané otro día. Larali – la – lii. Y silbó un poquito.
Las anteriores líneas son un cuento de la escritora Aída Bortnik que lleva por nombre “Crecé tranquilo”, en el que se puede captar la sabiduría del hombre común que “sabe” envejecer. Está inserto en un trabajo denominado: Hacia un buen envejecer de Graciela Zarebski.
El relato trata un “viejo” -señalado así por la autora- que se adapta a la disminución de su rendimiento físico, camina sin apuros y le gusta disfrutar del solcito. Viene a ser una referencia de un “viejo· normal, que es aquel que puede compensar pérdidas con ganancias. Para él no todo es pérdida en la vejez: las mismas limitaciones hacen que se pueda disfrutar de cosas que no se podía o no se sabía disfrutar en etapas anteriores.
Mira a su alrededor, los vecinos le son familiares. Conoce a cada uno en sus mañas, no se queda quieto, cree que disfrutar activamente la vida lo puede ayudar. Su proyecto diario está en la plaza. La de toda su vida, la que le permite soñar despierto.
Todos, a cualquier edad, soñamos despiertos. La diferencia, en la vejez normal, es que ese ensueño diurno se nutre en gran parte del pasado, pero de un modo placentero, no nostálgicos.
Gracias por tomarse el tiempo de leer este espacio, lo hacemos con amor.
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