Diplomacia suspendida: cuando Venezuela es solo un tablero secundario

La suspensión del contacto entre diplomáticos estadounidenses y el gobierno venezolano confirma una vez más lo que ya muchos intuíamos: Venezuela no es prioridad en la agenda de Donald Trump, sino un tablero secundario en su pseudo estrategia internacional. Lo que predomina no es un plan coherente de política exterior, sino una improvisación que responde más a sus obsesiones y rivalidades que a una visión de largo plazo.
El caso es claro. Mientras su secretario de Estado, Marco Rubio, ha sido el principal promotor de la llamada “máxima presión”, esa política de confrontación abierta a través de sanciones contra Caracas, su enviado especial Richard Grenell, apostaba por abrir canales diplomáticos, sea como válvula de escape o intento de negociación. Pero en el tablero errático de Trump, la brújula parece inclinarse de nuevo hacia Rubio. ¿Es definitivo? Con Trump nunca se sabe. Lo que sí sabemos es que cada movimiento no responde al interés de los venezolanos, sino a la necesidad del presidente de mostrarse como el gran solucionador de los problemas del mundo.
Ese rasgo personalista se alimenta de una obsesión particular: el premio Nobel de la Paz. No es casualidad. Barack Obama lo recibió apenas comenzando su primer mandato, y desde entonces Trump ha buscado eclipsar ese reconocimiento con anuncios rimbombantes de supuestos logros diplomáticos, llegando a declarar en la ONU que personalmente acabó con 7 guerras. Sus esfuerzos han ido desde Gaza hasta Ucrania, y ahora parecen concentrarse en el conflicto de El Caribe. No es coincidencia que la suspensión de los contactos con Venezuela ocurra la misma semana en que anuncia que Palestina e Israel estarían próximos a firmar un acuerdo de paz tras dos años de enfrentamiento. El mensaje es transparente: si hay una medalla que colgarse en política exterior, Trump quiere que lleve su nombre.
En ese juego, Venezuela queda relegada. Somos una carta más en la baraja de narrativas que busca controlar. Si la confrontación con Caracas le permite reforzar su imagen de “hombre fuerte” en América Latina, lo hará. Si mañana conviene un giro hacia la diplomacia para mostrarse pragmático, también lo hará. Lo importante no es la consistencia, sino el efecto mediático que pueda proyectar.
El problema de esta política errática es que desgasta a todos los actores. Desgasta a la oposición venezolana, que una vez más queda a la espera de decisiones que se toman fuera de sus fronteras. Desgasta incluso a los aliados de Trump en el propio Partido Republicano, que ven cómo Rubio queda expuesto como fusible en caso de fracaso. Y desgasta la credibilidad de la diplomacia estadounidense, que se percibe menos como una estrategia de Estado y más como un instrumento al servicio del ego presidencial.
Al final, lo que queda es la sensación de que Venezuela sigue siendo utilizada como un escenario de exhibición, no como una prioridad real. Mientras tanto, millones de ciudadanos continúan atrapados en la misma crisis de servicios, ingresos y derechos que ningún anuncio de Washington logrará resolver.
La diplomacia suspendida, entonces, no solo es un titular coyuntural. Es el reflejo de una política internacional que oscila entre la presión y el diálogo sin definirse nunca, porque el verdadero objetivo no es la estabilidad regional, sino la proyección personal de un líder que vive enfrascado en la foto histórica que consagre su legado.
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