Desnaturalicemos la violencia
Tráeme una indiecita. El profe dice que podemos arreglarlo. El jefe dice que no me meta que no voy a entender. El doctor me dice que aguante y deje la lloradera. Me dice deja, mejor manejo yo.
Éstas y otras más son frases que seguramente hemos oído en nuestra cotidianidad, son tan comunes que ya siquiera las advertimos, pero son una muestra palmaria del lenguaje y la cultura de violencia que nos identifica, pero son también parte de las frases que el Ateneo Ecológico del Orinoco ha utilizado en una impactante y novedosa campaña para identificar en nosotros esa cultura de la violencia que solapadamente nos ha sido legada, de manera que sea más fácil identificarlas y poder en consecuencia comenzar el complejo proceso para desnaturalizar la violencia.
El mes de la exaltación de la mujer y su lucha por la reivindicación de sus derechos es el marco ideal para cualquier acción que se inicie en pro de esta difícil empresa, siendo la concienciación elemento primario de cualquiera de los propósitos u objetivos.
No es fácil desaprender, sobre todo cuando aquello que pretendemos desaprender forma parte de nuestras formas de crianza, por tanto lo complejo de la tarea viene precisamente por lo intrincado de mover conceptos que forman parte de los cimientos de la educación familiar.
La minimización de la mujer en nuestra cultura es de muy vieja data, por ello la necesidad impostergable de cambiar la narrativa desde la propia sociedad para lograr un mediano equilibrio, sobre todo en el tema de la normalización o naturalización de la violencia, espacio en el cual existe un rezago palpable pues el estado no ha hecho esfuerzos en emplear desde las instituciones, estrategias y campañas que coadyuven en un proceso de desmontaje del lenguaje y narrativa de violencia.
Existe por el contrario una marcada tendencia desde el estado, a mostrar algunos cambios que exhiban su voluntad de incorporar a representantes del género femenino a la estructura del poder político. Sin embargo hemos visto algunos episodios en los que estas figuras son poseedoras de un lenguaje contradictoriamente violento, en el que exhiben paradójicamente una forma de sumisión al poder político, que como tal es una forma también de violencia contra la mujer habida cuenta que cualquier tipo de sumisión es sin duda una manifestación de violencia.
Hay también un inusitado fenómeno en esta estrategia de mostrar un equilibrio paritario del poder público nacional, que no es exclusivo del estado sino que consigue réplica en algunas empresas y corporaciones de carácter privado, cómo lo es el de designar a mujeres en cargos de relevancia pero que finalmente terminan siendo megáfonos de decisiones tomadas por comités o directorios conformados por hombres, transformándose en una suerte de masculinización de las decisiones teniendo como portavoz a una mujer, demostrando que tales designaciones cumplen un simple carácter estético.
De tal manera que la naturalización de la violencia es un proceso que por longevo es necesario irlo desmontando desde ya y eso ha de hacerse desde el propio lenguaje, y para que tal objetivo pueda ser alcanzado a mediano plazo, habría de generarse desde los esquemas educativos y de divulgación masiva, pero aún nos encontramos en los albores de un sistema de educación primitivo y con unos órganos de divulgación entregados a la infértil propaganda política.
Comencemos entonces nosotros en lo individual a propiciar ese cambio generacional, desde lo familiar es mucho el avance que podemos lograr educando a nuestros hijos en valores y procurando no naturalizar la violencia mediante esquemas arcaicos de desvalores.
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