Déjala todavía este año, a ver si da fruto
El “determinismo” es una idea sobre la vida, que pretende ayudarnos a comprender ciertas cosas que nos suceden a las personas. Es decir, existe una serie de eventos y acontecimientos “determinados” —obviamente, de antemano—, que, independientemente de cuanto hagamos por librarnos de ellos, siempre terminan por alcanzarnos, “porque así está escrito” o por cualquier otra razón que queramos esgrimir: “si naciste pa’ martillo, del cielo te caen los clavos”. No hay escapatoria, pues.
Como he dicho, el determinismo es una ayuda para aproximarnos a la realidad, a la historia cotidiana; ahora bien, suele resultar bastante nocivo cuando lo mezclamos deshonestamente con la moral. Porque entonces, todo cuanto acontece de negativo en la vida, es un “pase de factura” por portarnos mal o por haber pecado. Algo de esto aparece en el evangelio del Tercer Domingo de Cuaresma.
El árbol que no da los frutos esperados
Hay gente que se acerca a Jesús; son personas que se sienten superiores a los demás. Suelen señalar con facilidad a sus semejantes dada su “superioridad moral”: hay castigos preparados para malvados y pecadores. Poseen una mentalidad que no ayuda absolutamente a la fraternidad, pues no solo desprecian a los otros, sino que los juzgan probablemente de modo “gratuito”. Es decir, sin conocimiento.
Como de costumbre, Jesús se vale de parábolas para que cada quien saque sus propias conclusiones. En el relato, diera la impresión de que Jesús perdiera la paciencia ante la tozudez de las personas; podría darse asimismo que él sea el paciente viñador de la perícopa.
El cuento es sencillo: el señor de la viña va en busca de higos, pero han pasado ya tres años y el árbol persiste en no dar el preciado fruto; el dueño entonces pide al viñador que lo corte, y libere el espacio que estéril e inútilmente ocupa la higuera. El viñador aboga en favor del árbol: removerá la tierra, pondrá más abono y si no da frutos este año, la talará. Le da pues esperanzas de vida a la higuera.
Nos hallamos en Cuaresma, tiempo de conversión; es una ocasión especial para que, dándonos cuenta de nuestras ideas y emociones que se traducen en modos de proceder, cambiemos en beneficio propio y de quienes nos rodean, y con los que hacemos vida.
Nosotros somos la higuera del relato. La Cuaresma es la remoción del terreno, para que, renovado, respire la tierra, que además es nutrida por el abono de la Palabra de Dios. A través de estas acciones se extiende el plazo, reaparece la esperanza de que los frutos estén a la mano. Jesús representa al viñador paciente, que actúa dándonos una nueva oportunidad, porque Él es compasivo y misericordioso.
La llamada es tan sencilla como el evangelio: debemos cambiar de mentalidad, y este cambio se muestra en nuestras afirmaciones y acciones. Las personas no somos casos perdidos; estamos a tiempo de recomponer la ruta y la carga. Seguir a Jesús no es suficiente, y no es garantía de una conversión definitiva (al menos, no en la mayoría de los casos). Seguir su camino implica hacerlo a su manera, con un compromiso diario que se consolida con los años.
Quítate las sandalias
¿Cómo hacer realidad todo lo anterior? La historia de Moisés con Dios puede ayudar en este sentido.
Mientras pastorea el rebaño de su suegro, se da cuenta que hay un matorral ardiendo sin consumirse. Al aproximarse, Dios le dirige la palabra y le pide descalzarse, pues el suelo que pisa es sagrado.
Esta es la respuesta a la pregunta: el cambio que requerimos para dar los frutos esperados es darnos cuenta que todas las personas son “tierra sagrada”, que para relacionarnos en su “territorio” es menester deshacernos de todo pre–juicio del mismo modo que nos quitamos el calzado. A esta actitud respetuosa le sigue la de la escucha honesta, para que efectivamente se dé un conocimiento recíproco.
Un dato curioso es que Dios le haya hablado a Moisés a través de una zarza, y no de un frondoso Líbano, por ejemplo. El árbol del Líbano representa la grandeza de esas tierras; pero Dios escoge la “nimiedad” del arbusto para manifestarse. Quizá se nos está diciendo que al respeto por el otro, a la apertura que nos permita sorprendernos, habrá que añadir la sencillez de vida, antídoto contra esa idea tan común de creernos superiores a los demás.
Todavía más en concreto. Pablo advierte a los Corintios que no vayan por la vida “sintiéndose seguros”, porque podrían caer. Tomando como ejemplo el paso de Israel por el desierto, insiste cinco veces en que “todos” hicieron el mismo trayecto. En esta aventura llamada “vida” estamos inmersos “todos”, con las propias particularidades, pero sin establecer diferencias infundadas.
¿Quién quita que este año, el árbol que es cada uno, sí dé los frutos esperados?
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