Opinión

Anécdota de un caminante sin gasolina

Me detuve en una plaza a refrescarme a la sombra de los árboles y a seguir pescando una cola.
lunes, 31 agosto 2020

Lo siguiente tiene que ver directamente con el tema de la gasolina, porque al tener el carro parado por falta del preciado líquido, no me queda más remedio -como a tantos otros- que echarme un morralito en la espalda, rescatar un palo que le sirvió de bastón a mi padre, ponerme una gorra y salir a la pista con el no tan bien mantenido Carrito e Lola.

La cuarentena redujo drásticamente mis horas de labor en una institución pública donde me desempeño como asesor, de hecho la asistencia diaria se puede decir que es historia salvo asuntos que ameritan atención personal como fue el caso del pasado viernes 28 de agosto.

Afortunadamente de ida conseguí la cola con un vecino que hace poco también me auxilió oportunamente con algo de combustible, una acción que obró el milagro para solventar una situación que pudo haber alcanzado niveles de tribulación, y de la que nunca estaré suficientemente agradecido.

Me desocupé a las 2 de la tarde. A esa hora en la lejana Beijing el frío de la madrugada hacía tiritar a los chinos bajo sus sábanas, pero aquí en Ciudad Bolívar el calor reverberaba sin piedad en cada molécula del aire.

Por encima del sol, nada, debajo de él yo; él desplegando todo su poder, y yo poniendo toda la fe en mis piernas bejucas para cubrir los aproximadamente 10 kilómetros hasta mi hogar; él con su corona de enloquecidos rayos, yo con mi gorrita, mi mochila y mi bastón.

Las calles evocaban una ciudad fantasma. Le saqué la mano a una camioneta a ver si lograba un empujón hasta más adelante pero en lugar de eso el chofer aceleró como alejándose de un infectado que lo llevaría a la tumba sin protocolo ni velorio.

Más adelante un perro echado a la sombra de una escalera me miró con ojos de vaca prolífica, indiferente al bastón que le mostré en señal de advertencia.

Me detuve en una plaza a refrescarme a la sombra de los árboles y a seguir pescando una cola, pero por ahí lo único que pasó con ruedas fue una carretilla llena de cambures en punto de pudrición, empujada por un hombre joven con aspecto de anciano que más bien parecía debatirse entre continuar con la venta o botar la carga y acostarse a dormir dentro de la carretilla.

Continué mi camino. A pocas cuadras tuve que vadear un enorme delta de aguas negras que bajaban con la autoridad que dan los años de desidia. De pronto de un monte salió un enorme Rotwailler con evidentes muestras de que sus mejores tiempos habían pasado y caminamos emparejados por unos cuantos metros, él cruzando las patas por el hambre y yo luchando contra sensaciones de naturaleza similar.

No soy nuevo en estas caminatas forzosas (Ya muy pocos lo somos), pero ese día el sol estaba más intenso que nunca, lo que causó que de pronto la calle se nublara ante mis propios ojos, y mis extremidades inferiores empezaran a cruzarse como las del perro.

Me senté a pasar el mareo en la entrada de una bodega que por el aspecto llevaba cerrada desde antes de que se conociera del fulano coronavirus, y me senté recostado de la pared que anunciaba la venta de golfeados, pan dulce, tortas, galletas y refrescos.

Entonces abrí el morralito y saqué una botella de Gatorade llena de agua y una canilla con la mantequilla y el queso exquisitamente derretidos por el calor, la cual ataqué sin mucha prisa y pocas pausas, pero algo me detuvo antes de llevarme el último pedazo de pan a la boca.

Un carro gris con vidrios ahumados pasó lentamente frente a mí y dio la vuelta más adelante. Parecía una escena de película, pues a pesar de ser poco más de las 3 de la tarde de un viernes, sólo éramos ese vehículo y yo en una avenida usualmente transitada.

De regreso se detuvo frente a mí de tal manera que sólo nos separaba el ancho de la acera, fue cuando las dudas de que el asunto era conmigo quedaron oficialmente despejadas; pero nadie salía del carro ni bajaban las ventanillas.

Intenté aparentar calma tomando agua de la botella sin percatarme de que estaba vacía, aunque seguía sorbiendo aire inconscientemente sin quitarle la vista al carro con la mente tan agitada que elaboraba pensamientos que se montaban unos encima de otros como en una fábrica de angustia y terror.

Tal vez fue por las oraciones que dije (Si es que las dije), que al minuto el carro arrancó a la misma velocidad mínima con la que llegó, hasta perderse al final de la calle larga y solitaria.

Intenté levantarme pero las piernas no me respondieron sino al tercer o cuarto intento y pude reanudar la caminata a pesar de dolorosos calambres que no me impidieron llegar a la panadería que está a un kilómetro más o menos del sitio del incidente anterior.

Halé la puerta y entré con las piernas todavía tiesas por la impresión. Allí estaban, en la caja un muchacho, detrás del muchacho una señora, y al lado de la señora un coche con un niño.

El muchacho pagaba, la señora miraba al muchacho, el niño, que estaba parado al revés en el coche me miró entrar con los ojos hundidos en sus regordetas mejillas, y yo miré el coche que se venía en caída libre con el niño directo al piso.

Es increíble cómo en menos de un segundo el cansancio, la tiesura de las piernas y la debilidad desaparecieron totalmente, sólo hubo reflejos para estirarme y detener el coche con el pie justo con la cara del niño a un centímetro del suelo.

En la tranquilidad de mi cuarto he tenido tiempo para pensar en el solazo de ese día, en los perros de las calles con sus aguas putrefactas, en cambures maduros y choferes piadosos, en los delincuentes que son muchos y en mis fuerzas que ya no son tantas, pero sobre todo pienso en las lágrimas de la señora que resultó ser la abuela, en el estupor estampado en la cara del niño, en los reflejos que tuve para evitar una grave lesión o quizás una fatalidad, o qué hubiese pasado si yo hubiera llegado antes o después.

Quizás no habría pasado nada o tal vez otro lo hubiese hecho en mi lugar, por eso pensé que estaría bien compartirlo como una anécdota de esta Venezuela ahora llena de caminantes sin gasolina.

viznel@hotmail.com

 

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