Mis 970 días en México
Tenía siete años de haberme graduado de periodista cuando decidí emigrar a un país que nunca consideré como opción para “volver a empezar”, México, y 6 meses en la ciudad de Monterrey, cuando tuve mi primera oportunidad para trabajar como redactora digital en una agencia de medios.
Los primeros días, incluso el primer mes, fueron bastante difíciles.
Las razones fueron dos: en primer lugar, yo no estaba familiarizada con el contexto político, social, económico (y cualquier otro) como para sentarme a explayarme en mis notas.
Me tomaba muchísimo más tiempo del que le tomaba a cualquiera de los nacionales que trabajaban conmigo. Era frustrante.
Y lo otro es que, aunque sí, los mexicanos y los venezolanos hablamos español, vaya que tenemos un montón de diferencias para llamar las cosas; aquí por ejemplo, cuando hablan de un “Pacheco” se refieren a una persona que está drogada, mientras que para nosotros, es solo un apellido.
Me pasó con el “cambur”, que aquí le dicen “plátano”, y al “plátano” le llaman “plátano macho”; con el “coleto” (para ellos es “trapeador”).
Aquí pedir “la cola” es una grosería, más bien pides el “ride” o el “aventón”, pero “la cola” jamás.
Las “afeitadoras” son “rastrillos”, y así podría continuar con la lista.
Imaginen los maromas que tenía que hacer para escribir.
Pero con todo y los obstáculos, con el clima bipolar de Monterrey (podemos pasar de 10 ºC a 32 ºC en un mismo día, no miento); con lo desafiante de su tráfico, con el picante en casi todas las comidas; no, no me quejo de esta ciudad, de este país, y del recibimiento que me han dado.
Jamás he sido víctima de un acto xenofóbico, al contrario, no me ha faltado la amabilidad del que me escucha el acento y enseguida me pregunta “¿no eres de aquí, verdad?”, “¿eres venezolana?”; de los compañeros de trabajo que se volvieron amigos y me pedían que les avisara cuando llegara a casa para asegurarse de que no me hubiese perdido en el camino.
De ellos he aprendido sobre el esfuerzo, del trabajo duro y a deshoras, del sacrificio previo al disfrute, y que las oportunidades le llegan al que no tiene miedo y no es flojo; algo que como venezolanos sabíamos, pero que algunos intentaron hacernos olvidar, vendiéndonos la idea de que era mejor “darnos el pez” que “enseñarnos a pescar”.
De Venezuela extraño lo que fuimos, quizás no lugares, pero sí su gente, y los recuerdos que ahí construí y que llevo conmigo siempre.
Y cómo no, la comida de mi mamá, que no pierdo la esperanza de volverme a comer.
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