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Hacedor de Santos: Tengo la comida en los pies

Llegaron los agustinos acompañados de un chaparrón, los lugareños adornaron la capilla y la escuela curial con flores y velas de cera virgen.
domingo, 17 enero 2021
Cortesía | La piedad y la devoción con que hice los ritos, dejaron a los feligreses conmovidos

Macario- el padre de Rojas Ovalles- sin comentarle nada a nadie había tomado la decisión de inscribirme en una escuela, aprovechando que tenía unos cobres ahorrados, y en una de sus arrancias, cuando pasábamos por Laguna de García, habló con los maestros de la Escuela Curial, Doña Carmen y Don Ignacio Belandria, oriundos de Guaraque para inscribirme.

Me dejó con Erasmo Rojas (encargado del rebaño familiar). El abuelo vivía cerca de la escuela y así empecé a aprender a leer y escribir. Cuando el taita me dijo aquello, fue tal la alegría que no dormí a lo largo de esa noche. La mañana siguiente aparecí en la escuela, sin haber desayunado. Cuando Doña Carmen me preguntó si había comido, le respondí:

– Tengo la comida en los pies de lo rápido que había hecho el recorrido.

Doña Carmen sonrió ante tal respuesta y me sentó a comer con la familia. Esa mañana tuve entre mis manos el primer libro Mantilla y en menos de siete semanas aprendí a leer.

Doña Carmen no sabía cómo había ocurrido aquello, tenía tal entusiasmo en aprender a leer y escribir que pronto fui el primero en la clase, igual ocurrió con las matemáticas.

Desde entonces era común verme cargado de libros prestados por Don Ignacio, para leerlos en casa del abuelo, y juntos nos quedábamos hasta tarde leyéndolos entre gastados velones, y las constantes burlas de Esteban, que a veces se hacían insoportables.

A los meses fueron a visitar Doña Carmen y su esposo, al nono Erasmo, para pedirle si me podía quedar semi-internado y asistir a los dos turnos de clases.

No sé por qué al nono no le gustó mucho esa idea, decía que los niños tenían, ante todo, que jugar y estar entre el monte con sus amigos y sus jaladas, pero fue tanta la insistencia de los Belandria, que cedió.

Sentía alegría y orgullo de que su nieto fuera un estudiante aplicado. Desde ese día tuvo el nono la costumbre de recordarles a Esteban y a parientes y conocidos:

-Eduardo Rojas Ovalles eres el primero en la familia que aprendió a leer y escribir, y todavía no tienes nueve años.

Era el año de 1931. Empecé a aprender rápido y disfrutaba mucho de las historias que contaba nuestra maestra sobre las cruzadas y sus caballeros luchando por la salvar el santo sepulcro, me veía como un templario protegiendo a los peregrinos que iban a Jerusalén, en sagrada peregrinación.

La vida de Cristo fue una de las mayores inspiraciones que he tenido, imaginar su vida, me ayudaba a suavizar ese carácter tan tosco que tenía y cuando algo me molestaba recordaba a Cristo, perdonando a sus verdugos.

A media tarde mientras me preparaba para merendar, no podía dejar de escuchar las conversaciones de los maestros sobre los avances de cada uno de sus alumnos, cuando llegaban al último de la lista, Rojas Eduardo, comentaban lo rápido que aprendía, el entusiasmo que mostraba por la botánica y la buena mano que tenía para podar los árboles del huerto, así como su intensa curiosidad.

Conversaban entre risas cómo una de mis preguntas predilectas era sobre la dureza y peso de cada madera, pues le gustaba hacer juguetes tallados en madera, para regalar a sus compañeros.

Doña Carmen guardaba con cariño, en su casa, un anaquel lleno de pequeños arados, telares y crucifijos hechos por mí.

Por esa razón, deseaban hablar con los frailes que vendrían a la capilla, para celebrar las fechas santas y confesar a los parameros, del gusto que tenía uno de sus alumnos por las letras góticas, y que por gustarle escribir en esos caracteres, gastaban mucha tinta, por la diversidad de grosores y adornos de cada letra, y deseaban pedirle si les podían aumentar la cuota de tinta, porque quizás estaban ante un futuro escribano.

Llegaron los agustinos acompañados de un chaparrón, los lugareños adornaron la capilla y la escuela curial con flores y velas de cera virgen.

Estaban empapados de pies a cabeza, al entrar a la casa curial se quitaron la trapera para prepararse para la misa. Los niños, entre los que me encontraba, nos vestimos con nuestras mejores galas. A la entrada de la capilla lanzábamos pétalos de flores a los pies del monseñor.

Doña Carmen estaba esperando la oportunidad para hablarles, de lo avanzado que estaba en los estudios, con solo dos años en la escuela, en eso pensaba. cuando los pobladores del páramo se preparaban para confesarse.

Grande fue su sorpresa, al verme de último en la fila, no me habían preparado para confesarme, pero no podía sacarme en plena misa de la cola. Con resignación se preparó Doña Carmen para lo peor: que monseñor le reclamara haberme permitido estar ahí sin edad, ni preparación.

Al llegar mi turno, el monseñor, al verme con tanta decisión por tomar ese santo sacramento, en lugar de molestarse me preguntó:

– ¿Por qué desea confesarme siendo tan mico?

Monseñor, excelencia perdóneme usted, pero quiero tener el espíritu de Cristo cerca, para no caer en tentación y no pecar, el mal siempre esta al acech.

Por eso quiero la confesión, es un rito de perdón y comunión para estar junto al Espíritu Santo. Fray Juan, sintió que sus pies no podían sostenerlo ante tal respuesta, gotas de sudor comenzaron a resbalar de su rostro. Tras un largo silencio al fin dijo:

– Mire mico, para mañana se aprenderá los rezos con uno de los sacerdotes para la confesión, se ocupará de enseñarlo durante la noche. Mañana antes de partir le daré la hostia sagrada y luego lo confesaré, qué pecados puedes tener, si todavía casi no has empezado a vivir. Dicho y hecho, a la mañana siguiente antes de acabar la misa, la promesa se cumplió.

La piedad y la devoción con que hice los ritos, dejaron a los feligreses conmovidos. Al terminar monseñor, se fue a conversar a sola con Doña Carmen y su esposo:

– Estoy sorprendido por la labor que han venido haciendo aquí en Laguna de García, donde antes sólo había unos cuantos trapiches y algunas vacas, y niños sin formación. Pero eso sí, recuerdo que de la leche de las vacas de aquí, se hacen uno de los mejores quesos ahumados de los Andes. Por cierto Doña Carmen, perdóneme salir del tema, ¿podría regalarme unos cuantos?, sabe que la gula es la debilidad de este fraile.

– No faltaba más, ya le teníamos sus queridos quesos preparados.

– Ahora aquí hay muchos niños educados y despiertos entre estos páramos, en sus miradas se les ve la curiosidad por conocer, les han sabido sembrar en sus corazones el deseo por aprender ¡que Dios les de vida y bendiga su trabajo! Deseaba preguntarle por el niño que acaba de comulgar y confesar.

-Excelentísimo Fray Juan, es Eduardo Rojas Ovalles, de quien le hemos escrito, es el más adelantado de la escuela.

-Sabe Doña Carmen, mucho he pensado en esas cartas que me ha enviado y estamos en el convento dispuestos a que, cuando finalice sus estudios con usted y su respetado esposo, hacernos cargo de su educación, pues tiene vocación para el conocimiento, para la escritura, creo que podría llegar a ser un buen fraile ¿Pudieran ustedes hablar con su padre?

Él vive con su abuelo y su hermano mayor. Su padre viene por aquí de vez en cuando, ese parece no amañarse en ningún sitio, se la pasa de pueblo en pueblo con su guitarra cantando. Bueno, cuando vuelva por Dios hablen con él, para que lo lleve al convento de Mérida.

Justo a las semanas de haber tenido esta conversación con el obispo, vino a buscarme Macario, se sintió muy orgulloso de mis ganas por estudiar y de mis notas, pero no le cayó en gracia la propuesta del Obispo. Y a la pareja de maestros, les dijo:

– Prefiero llevar a mi hijo al Colegio de Agustinos de Palmira, pues los frailes le había hecho esa propuesta hace tiempo y somos buenos amigos

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