Hacedor de Santos: Tallando a San Lázaro
Llegamos a Palmira un soleado lunes 29 de enero de 1934. Nos guió al convento un padre regordete, tanto que no podía sentarse en una silla normal; no se aún cómo el caballo que montaba aguantaba tal peso.
Al llegar al Colegio de los Agustinos, bajaron los frailes que fueron llamados por tres campanadas, nos saludaron y al terminar vinieron las bendiciones.
Mi padre mandó llamar a Fray Bernardo Müller, al encontrarse se abrazaron y se retiraron para hablar a solas, un buen rato, antes de ir con el Superior, para que me aceptara en el convento.
Tenía conmigo los requisitos necesarios para entrar: el acta de bautizo, la confirmación, una carta de recomendación del párroco de Bailadores y de dos vecinos que atestiguaran mi devoción. Fray Bernardo Müller estaba satisfecho por la decisión de Macario. Fui aceptado ese mismo día y el sacerdote responsable de mi educación fue Fray Miguel Avellaneda al llevarme ante él, dijo el viejo fraile:
– Le enseñaré a leer las sagradas escrituras en griego y latín, la vida de los iluminados, la disciplina conventual y algún oficio para que pueda vivir honestamente y quizás hasta quiera ordenarse como agustino.
Desde ese día no volví a ver a mi padre. En ocasiones tenía noticias de él, cuando murió en una de sus tantas enrancias, llegué a saberlo años después. Pero para mi desgracia el viejo Avellaneda murió a los años de estar en el convento.
Luego mi nuevo maestro fue Fray Bernardo, quien siguió alentando la afición que tenía por labrar esculturas de madera. Con paciencia me enseñó a distinguir entre maderas blandas, maderas duras y el momento para cortarlas, si lo hacía en el momento incorrecto decía que perdería el tiempo, porque agarraría insectos.
Al empezar a esculpir sobre un tronco, cuya savia no se encontrara en las raíces en el momento de cortarlo, se pudriría con el tiempo y eso dependía de la atracción que ejercía la luna sobre sus fluidos. Los árboles decía: “son los seres más antiguos sobre la tierra, habían sido creados antes de Adán y Eva”.
Con frecuencia contaba antiguas leyendas de bosques sagrados de cedros, encinas, robles, olmos y fresnos entre los que correteaban los ancestros de los caballos y de todos los animales que nos rodean, pero también de los espíritus y seres de otras eras como los juguetones gnomos, junto a las traviesas dueñas de los bosques.
En el viejo continente rendían culto al fresno, árbol sagrado donde Odín se colgó durante nueve días para obtener sus poderes oraculares, y al saber que de las raíces del fresno Yggdrasil manaba el agua de la fuente del destino, cuidada por las tres viejas nornas; dueñas del pasado, del presente y del futuro, tomó Odín de sus aguas para adquirir ese don.
Convivían junto a ellas el viejo dragón Niddhog y el feroz lobo Fenrir, que al soltarse de su invisible amarre acabaría con el mundo. Durante centurias eruditos, magos, alquimistas y soñadores buscaron el árbol de la inmortalidad, algunos creyeron que era el Yggdrasil, otros una planta parasita de doradas flores llamada muérdago.
Como afirmaban los relatos de Plinio en su Historia Natural: “era una planta muy curativa”, pero según el cojo sacerdote creía que estaban equivocados, pues esa planta estaba maldita por haber dado muerte a Balder. Y aseguraba que el lugar del árbol de la inmortalidad era el Edén.
El sacerdote tenía más de la mitad de su vida hurgando entre viejos libros y manuscritos, encontrados en polvorientas librerías y olvidados bazares, dilapidó gran parte de la fortuna que heredó de sus padres, devorado por esa pasión.
Cuando casi se arruina, tuvo que dejar de viajar y lo único que ganó fue saber reconocer miles de yerbas curativas y cuál era su uso, por eso decidió entrar al orden de los agustinos en un convento de África, donde nadie supiera de su pasión y pudiera continuarla.
Con tristeza y rabia se quejaba de cómo esos condenados agustinos averiguaron su pasado. Por ello, decidieron enviarlo con todos sus libros y manuscritos a este perdido convento en América del Sur, en un olvidado país llamado Venezuela.
Sólo recordado en Europa, cuando se saboreaba un caliente chocolate entre galletas y chismes, o un fuerte café, debido a la fama de sus sabrosos granos.
En una noche de enero de 1942, con el cielo encapotado de nubarrones que anunciaban un fuerte chaparrón, Fray Bernardo leía sus manuscritos de astrología, mientras intentaba esculpir un San Lázaro para tratar de hacer brotar las imágenes que pugnaban por salir de mi alma; con el rasgar de las gubias y el golpeteo del martillo, iba naciendo la forma de la santa escultura que me protegiera de tantas tentaciones y pesadillas.
Mientras se adentraba la noche, empezó a llover a cantaros, las nubes parecían haber descendido por lo denso de la niebla y el frío calaba los huesos. Esa noche conocí a Juan Crisóstomo, un viejo amigo del Padre Bernardo que vivía de vender santos, oraciones, profecías y milagros.
La intensidad de su mirada revelaba un alma inquieta, de la barbilla crecía una espesa y negra barba que le llegaba hasta el pecho. Supimos de su llegada al oír las tres campanadas que avisaban que alguien conocido del convento pedía refugio.
El Superior del colegio fue a ver quién era, no era común que alguien pidiera asilo, durante la noche. Al oír repicar las campanas de nuevo, Fray Bernardo supo que lo llamaban, por eso salió al patio a buscar a quien importunaba a esas horas de la noche. Los custodios no dejaron entrar al vendedor de santos a pesar de sus ruegos y la lluvia hasta que fue reconocido por el fraile.
Cuando entró al taller estaba el vendedor de milagros calado de agua, la cobija que lo cubría rezumaba gotas de lluvia, y en la espalda cargaba un pesado bulto que lo hacía jorobarse. En la mano izquierda, asía con fuerza una cruz de madera cubierta con un estandarte de lona roja, que protegían las estampas y milagros que colgaban en su interior.
Sentado veía sorprendido aquel estrafalario personaje, el fraile reclamó:
– Eduardo, en lugar de estar embobado mirando a Juan Crisóstomo, deberías ayudarlo a quitarse la cobija y la mochila que lo torturan, y darle una taza de guarapo.
– Hacedor de fe esta vez, hasta tus tuétanos, rezuman agua y barro.
Como siempre el padre ordenaba tantas cosas a la vez, no sabía por dónde empezar: si primero ayudar al santero a quitarse la cobija, descargar la mochila o calentar el guarapo. Decidí ir a avivar el fogón para que se calentara el forastero y preparar el guarapo con panela y dictamito. Luego fui a ayudarlo a despojarse de sus traperas y colgarlas alrededor del fuego. El pobre se quedó en interiores acurrucado alrededor del fogón tiritando de frío. Al tomar del tazón de guarapo caliente, luego de varios tragos, comenzó hablar de manera pausada.
– Estas lluvias me agarraron desprevenido, ratón de biblioteca, quien iba a esperarlas a comienzos de enero, en tiempo de secas, la tierra parece estar inquieta y descontrolada. A veces pienso que tanta guerra y destrucción la tienen molesta.
¿Qué vas a saber tú de eso? -le respondió fray Bernardo-, lo único que sabes hacer Crisóstomo es andar por ahí, metiendo tus narices donde no debes, lavando chismes para vender santos y milagros. Eres un charlatán, dices predecir el futuro cuando ni siquiera sabes cuándo va llover.
A veces pienso que también eres un hereje, dale gracias a Dios que no vives en el siglo XII, sino en el siglo XX, pues si no arderías en llamas, no conocerás la tortura del potro, uno de los juguetes perversos más queridos por la Santísima Inquisición. Te pasas días y noches peregrinando como alma en pena. Nunca has dejado que te confiese, sé que algún día tu corazón se ablandará.
-Fray Barbarroja, hablas como un venerable sacerdote, ¿acaso estás actuando para que este mico crea tus santurronadas? Casi toda tu vida has estado tras secretos tesoros, que dejarían como un principiante a Billy Bones. El viejo sacerdote no pudo aguantar un ataque de risa ante tal desplante y entre carcajadas respondió:
– Ya veo que al fin te leíste la Isla del Tesoro de Stevenson, que te regalé hace años, pero recuerda que no tengo el tatuaje del ahorcado como tú. Tienes razón, traficante de santos, esta noche las paredes no oyen. En el convento todos estarán con las cobijas cubriéndose las orejas y los pocos sesos que les quedan de tanto rezar.
Tenías algún tiempo que no pasabas por estos páramos, ¿Qué te trae por este rincón de los Andes?
-No creas que vine a tomar un poco de guarapo calado de lluvia hasta los cojones, vengo porque no tengo nada que vender. Todas las estampas, oraciones, santos y milagros se me han agotado. Con eso de la guerra en el viejo continente, todos parecen angustiados, quien iba imaginar que todo Puerto Cabello, estuvo a punto de incendiarse porque varios barcos tanqueros italianos y alemanes que habían pedido refugio recibieron las órdenes del Führer de llevarlos a pique, para destruir el puerto y evitar que siguieran enviando petróleo al Norte.
De cuando acá has visto a parameros releyendo una, y otra vez el Apocalipsis de San Juan, y todo lo que tenga que ver con las enrevesadas profecías de Nostradamus, ¡hasta buscan con desespero quien les lea las cartas del Tarot! Deberías salir fraile, se te da muy bien eso de leer el oráculo y las cartas. Las estampas y oraciones de San Jorge se me han acabado, se han convertido de la noche a la mañana en el santo predilecto de la devoción popular. En fin, vengo te guste o no a trabajar por un tiempo en tu taller, para tallar algunas matrices y hacer estampas para fundir milagros.
-Serás bien recibido siempre milagrero, pero ahora calentémonos que la noche está muy fría, cúbrete con una de las sotanas secas, sé que pensaras que te quitarán tus poderes oraculares, pero eso es preferible a verte en calzones de algodón y cuero, y con un tazón de guarapo entre las manos. Estarás deseando un sorbito de miche, eso lo beberemos pronto.
-Sabes fraile que una sotana bendecida no va tocar mi piel, así que deja de hacerte ilusiones, mejor deme un sayal, prefiero su tosco tejido a parecer un fraile.
Tras desnudare se cubrió con el sayal, y se le despegó la lengua y comenzó a hablar como loro.
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